En 1835, el belga Adolphe Quetelet publicó un libro sobre antropometría (estudio de las medidas del cuerpo del ser humano), titulado Sur l'homme et le développement de ses facultés, ou Essai de physique sociale (Sobre el hombre y el desarrollo de sus facultades, o Ensayo de física social). Uno de los hallazgos más notables fue que, para un sexo determinado, la estatura de los adultos “se distribuye de acuerdo a una normal”, también llamada “campana de Gauss”. Es decir, abundan personas de estatura media y escasean los extremos. Quetelet sintetizó su descubrimiento en este hermoso gráfico:
Distribución de estatura de personas adultas por estatura. Sur l'homme et le développement de ses facultés, ou Essai de physique sociale”. Adolphe Quetelet. |
Por ejemplo, en Chile la estatura promedio de los hombres adultos es de 1,72m (un alza notable respecto a los 1,60m de 1914). Las personas en torno a esa cifra son predominantes, encontramos menos de 1,82m o 1,62m, menos aún de 1,92m o de 1,52m, y contados casos de hombres maduros de 2,02m o 1,42m. Los extremos son tan raros que si eres hombre, vives en Estados Unidos y mides 2,13m o más, hay un 17% de probabilidad de que juegues en la NBA.
Casi todos los rasgos antropométricos siguen distribuciones parecidas: largo de las pestañas, capacidad cardiaca, tamaño del corazón, etc. Pueden no ser propiamente curvas normales sino variantes asimétricas (con una “cola” más larga que la otra), pero comparten el rasgo fundamental de alta concentración al centro y extremos inusuales.
Aunque mucho más difícil de medir que los parámetros antropométricos, los rasgos no fisiológicos siguen patrones similares. Encontramos curvas de ese tipo en los test de inteligencia y la experiencia nos indica que las hallamos en características más inasibles, como talento para el dibujo, fuerza de voluntad, paciencia o bondad. Aunque no se puedan medir, es de sentido común. Pensemos por ejemplo en el rasgo “generosidad”. La mayoría de nosotros donará al menos algo en ciertas ocasiones especiales (Teletón, desastres naturales) y recibiríamos a un amigo en nuestra casa por algún tiempo. Pocos donarían todo su haber y poseer para vivir como la Madre Teresa, y pocos inventarían una excusa para no recibir a un amigo y no incurrir en los gastos extra de la ducha.
¿A qué voy con todo esto? A que es incorrecto juzgar a grupos sociales numerosos por los exponentes de sus extremos. Son los más llamativos y quienes aparecen en la prensa, pero no quienes mejor sintetizan a los subconjuntos a los cuales pertenecen. Cuando hay muchas personas involucradas, es una certeza estadística que algunos de sus miembros pertenecerán a los extremos en cada rasgo: en los medibles, como estatura, largo de las pestañas, capacidad cardiaca y tamaño del corazón; y también en los que no podemos medir, como bondad y maldad.
Abordaré tres ejemplos: políticos, iglesia y empresarios. En años recientes, nos hemos enterado de numerosos escándalos en esas tres esferas, lo que lleva a muchos a enarbolar consignas totalizantes: “los políticos son corruptos”, “los curas son pedófilos”, “los empresarios son codiciosos y cuando donan lo hacen solo por imagen”.
¿Son las personas que pertenecen al subconjunto “políticos” más corruptas que quienes pertenecen al subconjunto “no políticos”? Parece mucho más probable que lo que ocurra sea otra cosa. Cuando la sociedad se organiza de la manera que la hemos organizado, de entre las miles de personas que se dedican a la política y que por su cargo son susceptibles de recibir tentadores sobornos, al menos el extremo de la distribución caerá. Si reemplazáramos a todos los representantes actuales por personas escogidas al azar (como provocadoramente propone Brett Henning), o por tu círculos de familiares y amigos, encontraríamos una tasa de infracciones similar. No es que “la clase política” sea más corrupta que el resto de nuestra sociedad, sino que en posiciones de poder encontramos los niveles de corrupción que pueden esperarse de un grupo cualquiera de nuestra sociedad. ¿O en tu curso de colegio nadie copiaba en las pruebas?
Supongamos que el 5% de los políticos sea corrupto (por supuesto, en la vida real la “corrupción” se presenta en grados): esto equivale a dos senadores, ocho diputados, un ministro, un intendente, tres gobernadores y decenas de seremis. Es un número suficiente de personas como para generar escándalos mediáticos con regularidad, pero en nuestro ejemplo ficticio, ¡el 95% sigue siendo honesto! Ignoro el porcentaje real, pero tras trabajar en política seis años puedo asegurar que la frase “los políticos son corruptos”, es injusta. Los escándalos que llegan a la prensa son memorables, pero poco representativos.
Lo pongo de otra manera: voté con convicción por Sebastián Piñera aún a sabiendas de que algún escándalo de corrupción se destapará durante estos cuatro años, por la sencilla razón de que es mucha la gente involucrada y no puede esperarse que todos y cada uno sean honestos. Cuando el primer caso salga a la luz, ni me sorprenderé ni me arrepentiré de mi voto. En nada desmerecerá las ideas del programa de gobierno, que es al final por lo que uno vota. Por la misma razón, evito entrar al juego de denostar a mis rivales políticos cuando son ellos a quienes se desnuda en este tipo de faltas. Su bando es parte del mismo determinismo estadístico que el mío. Todos tenemos tejado de vidrio, y atacarlos por esa vía conduce a un fuego cruzado del cual todos salimos heridos, con la consecuencia de que se desprestigia la política como quehacer social.
Por terrible que sea, el abuso sexual infantil es asombrosamente común. De acuerdo a una encuesta de la Fundación para la Confianza, el 43% los chilenos fue víctima de abuso sexual en algún punto de su infancia. Eso no quiere decir que el 43% de las personas incurran en abusos, claro, pero sí es indicativo de que, por desgracia, el punto de la curva de distribución “propensión a cometer abusos sexuales” en que los abusos se constatan, no está demasiado alejado de la media.
En Chile hay unos 2.350 sacerdotes católicos, suficiente para esperar esta censurable inexorabilidad estadística (otra cosa muy distinta son los reprochables encubrimientos por parte de la jerarquía, pero eso no es el tema de este post). Esto no quiere decir que sea menos grave ni menos digno se sanción, solo que es de esperarse de cualquier agrupación numerosa que trabaja con niños.
¿Son personas cegadas por la codicia? De nuevo, los grandes empresarios no son una subespecie diferente de seres humanos, sino personas como tú o yo que por distintas razones triunfaron o heredaron fortuna. Casos como la colusión de las farmacias, pollos o tissue (conocido popularmente como “papel confort”), existen porque son decenas de miles las personas involucradas y ese tipo de casos, lamentablemente, ocurrirán.
Imagina que estás reunido con tu grupo de amigos cercanos y alguien pregunta “¿qué harías si ganaras una fortuna en la lotería?”. Es un ejercicio habitual. En mi experiencia, la respuesta más común reza más o menos así: “viajaría por el mundo, luego me compraría una casa, y luego ayudaría a tal y tal causa”. Esto último, la veta filantrópica, puede adquirir muchas formas: un familiar en aprietos, organizaciones animalistas, instituciones benéficas, etc. A medida que las personas organizan la lista mental, algo en su interior les recuerda que también hay otras personas en el mundo además de uno. Es al menos lo que a mí me ha tocado observar. Es indicativo que nadie duda de la honestidad de esas intenciones. Nadie dice “ah, no seas farsante, ¿por qué ibas a gastar parte de TU dinero en otros?”. Sería violento socialmente decir algo así en voz alta, es cierto. No puedo poner las manos al fuego de que no lo piensen. Pero apostaría que no es así. Parece casi de sentido común que cuando las vacas son extra gordas, la leche rebalse más allá de la mesa propia.
Podemos especular por tanto que la distribución estadística del altruismo es tal, que la mayoría de las personas realizan actos caritativos si se encuentran con sus necesidades cubiertas de sobra. Es decir, lo esperable es dar cuando sobra. Algo más o menos así:
Distribución esquemática del rasgo “altruismo” en la población humana. Joaquín Barañao. |
Los empresarios que no heredaron su fortuna, alguna vez fueron como tú y tus seres queridos: personas normales a quienes sus amigos les preguntaban qué harían si se ganaran la lotería. Si en ese momento de su juventud respondían que, entre otras cosas, abordarían obras caritativas nadie se lo cuestionaba. ¿Por qué entonces hoy tantos asumen que todas sus dádivas son solo por motivaciones comerciales? Es difícil pensar que haya un sesgo de selección, pues la inmensa mayoría de las personas anhela el bienestar económico –es la norma más que la excepción-. De verdad no creo pecar de ingenuo.
Permítanme aclarar: por supuesto que con frecuencia la responsabilidad social empresarial sí es en últimos términos con fines de lucro –blanqueamiento de imagen, si se quiere. El punto es que muchas veces no lo es, y por tanto no podemos dudar ex ante de las intenciones que las sustentan. De entre las miles de acciones que vemos a diario, sí existe una componente de genuina generosidad. Casi siempre carecemos de información suficiente para determinar la motivación última, pero de ello no se deduce que la actitud que minimiza nuestro error sea un escepticismo a todo evento. Creer que nunca hay segundas intenciones sería ingenuo, pero suponer que siempre las hay sería ver la vida con un filtro injustificadamente negro.
Esto me lleva a un punto relacionado. Los empresarios suelen recibir múltiples dardos por las externalidades negativas de sus actividades. Es decir, daños o molestias que no son parte de la actividad productiva en sí, pero que ocurren sin buscarlos: ruidos, olores, contaminación atmosférica, etc. Es inevitable sentirse ultrajado por estos hechos, pero hace bien detenerse también un momento a notar las externalidades positivas.
Por ejemplo, ¿alguna vez te has detenido a pensar que existe una enorme red completamente gratuita de compresores de aire listos para inflar los neumáticos de tu bicicleta o auto? Por supuesto, las empresas distribuidoras de combustible no lo hacen por altruismo -el cobro sería una joda-, pero es lo mismo que el ruido o los olores en el sentido contrario. Cosa similar ocurre con el mantenimiento de caminos rurales, la generación de empleos indirectos, y un largo etcétera.
Desde luego, no sugiero que las externalidades positivas “neteen” las negativas y sirvan de moneda de cambio. No. Está bien que como sociedad exijamos la minimización de las negativas con completa independencia de las positivas. Es solo que mirar las cosas con ecuanimidad es a) factualmente correcto y b) beneficioso para el alma. Es humano quejarse por los problemas, pero también es humano, y mucho más auspicioso para nuestra salud emocional, hacernos conscientes y sentir gratitud. Incluso si su origen es accidental.
Leyendo todo esto, alguien podría creer que abogo por enchufarnos un filtro de falso optimismo; una fantasía elaborada por Hello Kitty y sus secuaces destinada a mentirnos a nosotros mismos y hacerle el quite a los problemas, de manera de vivir nuestro propio Truman Show. No es así. Es solo una invitación a mirar las cosas con la mayor objetividad posible, basándonos en evidencia más que en percepciones. Los datos desnudan lo infundado del filtro contrario, hoy muy extendido; un filtro oscuro, que simplifica a los políticos como corruptos, a los curas como pederastas y a los empresarios como personas sin corazón, entre tantos otros. Un filtro estadísticamente erróneo, pero que existe como consecuencia de lo que en otra columna llamé “la prodigiosa eficiencia del mal. Como dice el famoso proverbio, “hace más ruido el árbol que cae que el bosque que crece”.