La cultura, y en especial la música, siempre han sido un foco estratégico para las dictaduras. La necesidad de alinear a una nación completa en torno a un solo modelo social, ideológico y cultural han llevado a los gobiernos totalitarios de todo tinte a diseñar las más insólitas estrategias para normar la creación y la distribución musical.
Básicamente, se prohíbe escuchar cierto tipo de música. Es como que no pudiéramos encender a los Beatles, bailar cierta música folklórica o si lo quieren, cantar junto a Justin Bieber.
Una de las formas más comunes de ejercer control ideológico sobre la cultura es eliminando toda posibilidad física de acceder a aquello que se desea remover del inconsciente colectivo: quemar libros, allanar disqueras, controlar medios de comunicación, lo que sea necesario para desincentivar la promoción de ideas ajenas al oficialismo. De este modo, se asegura que la gente no verá, escuchará ni leerá nada que el Gobierno no permita.
Así, por ejemplo, nos encontramos con la creciente popularidad del jazz en Europa durante los años '30, y la abrupta prohibición que sufrió dentro de la Alemania Nazi por ser música de ascendencia negra y con intérpretes de origen judío, como Benny Goodman. Los nazis, cegados por el nacionalismo, solo aceptaban músicas que representaran el "espíritu alemán”, como el romanticismo y la música clásica, además de ciertas expresiones folklóricas. La música atonal, que por entonces tenía a Alemania como nicho de sus más visionarios compositores, quedó totalmente prohibida por “fomentar el desorden”, y sus exponentes quedaron obligados a partir al exilio.
En Chile la cosa no fue tan distinta: durante la dictadura de Augusto Pinochet también hubo censura melódica. Se persiguió con ímpetu al folklore nortino, por estar supuestamente asociado con el comunismo y la Nueva Canción Chilena. Mientras se promovía la cueca y la balada, de la mano de Benjamín Mackenna (Los Huasos Quincheros) como asesor artístico de la Junta Militar, los intérpretes de otras corrientes más "problemáticas" como las demás ramas del folklore, el rock y la fusión latinoamericana se debían mover en la clandestinidad o exiliados en el extranjero.
Quema de libros en Santiago, 1973. (Foto: Wikimedia Commons). |
Los casos en el mundo son numerosos. Sin embargo, en cualquier caso, la prohibición nunca logra ser total: siempre existen quienes, con ingenio y bastante valentía, se atreven a desafiar el orden de lo establecido con tal de preservar el patrimonio cultural que ellos consideran valioso. Aquí les mostramos el genial caso de "bone records".
Tras la Segunda Guerra Mundial, muchos soldados soviéticos volvieron a sus hogares con souvenirs traídos de Occidente. Entre ellos, muchos vinilos de singles y discos de larga duración de la música que estaba de moda en Europa y Estados Unidos.
Mientras fuera de las fronteras rusas brillaban el boogie woogie, el charlestone y el swing, dentro de la Unión Soviética prácticamente no se escuchaba mucha música, y la poca que sonaba en las radios era bastante aburrida, sobre todo para los jóvenes. Lamentablemente para ellos, estaba prohibido ingresar y distribuir toda clase de música extranjera, pues la cultura occidental era vista como enemiga. Sin embargo, pese a toda prohibición, existía un grupo de jóvenes que se las ingeniaba para introducir vinilos al país y compartirlos con cuanta gente pudieran.
Uno de los primeros fue el ingeniero Stanislav Kasimirovich, dueño de un pequeño estudio de grabación dedicado a confeccionar discos con saludos navideños o de cualquier otra festividad. El cliente grababa su dedicatoria con música de fondo y se llevaba un disco artesanal con su registro para regalárselo a quien quisiera. O al menos esa era la fachada. Lo cierto es que Kasimirovich se dedicaba en realidad a duplicar discos (bootlegs) que solo se podían obtener en el mercado negro. Para ello se equipó con una máquina adquirida en Polonia, un tipo de tocadiscos replicador que, gracias a una aguja bastante más afilada que las comunes, podía grabar los surcos de un disco de vinilo en otro.
Pero el vinilo era un material escaso, así que debió valerse de otros materiales para lograr su objetivo: primero papel fotográfico, y después radiografías viejas.
Las radiografías eran desechadas por montones, pues al ser de un material inflamable su acumulación significaba un riesgo para cualquier hospital. Gracias a esto, Kasimirovich logró abastecerse de una gran cantidad de material para poder replicar sus discos casi sin costo. El sonido no era el mejor, pero era lo suficientemente bueno y económico como para venderse. Por eso son conocidos como "bone" records, que significa huesos en inglés.
Bone Record de la época. (Foto: www.TheVinylFactory.com). |
Con el tiempo, Kasimirovich comenzó a trabajar con el joven Ruslan Bogoslovsky, que visitaba su tienda a menudo para escuchar música gratis, ya que era demasiado pobre como para comprar los discos él mismo. Ruslan era creativo y apasionado por la música, y pronto se las ingenió para mejorar el diseño de la máquina de Kasimirovich.
Así dieron con una versión más eficiente y un producto, dentro de lo artesanal del proceso, bastante mejor en calidad. Las radiografías eran cortadas en forma de círculo, se les grababa la música y luego se ofrecían en puntos clandestinos a cambio de dinero, vodka u otros discos. La flexibilidad del material permitía doblarlas en forma de tubo y meterlas en las mangas o abrigos sin dañarlas, y su valor dependía de la calidad de la grabación.
Durante los años '50 Ruslan Bogoslovsky ya se había hecho cargo del negocio de Stanislav Kasimirovich, y era un importante promotor del Rock and Roll dentro de San Petesburgo.
Las autoridades no aprobaban esta promoción que se le estaba dando a la cultura occidental. Aunque quienes se dedicaban a esto no profesaban un sentimiento antipatriótico, ni tampoco alguna clase de cercanía a la ideología capitalista. Simplemente les gustaba la música y deseaban ayudar a su difusión, con toda la emoción adolescente de estar rompiendo la ley, claro está, pero lejos de tener realmente un trasfondo ideológico ni un afán de sabotaje.
Sin embargo, para la KGB este acto de difusión de la música de Elvis Presley y Little Richard era considerado una clara conspiración imperialista, y debía ser erradicada con celeridad. Para lograrlo, encarcelaron a varios de sus productores (Ruslan, por ejemplo, cumplió tres condenas… ¡de cinco años cada una!) y pusieron en circulación discos con mensajes propagandísticos que disuadían a los jóvenes de estar llevando a cabo acciones nocivas para la Madre Rusia.
Sin embargo, los esfuerzos de acallar esta cultura underground eran estériles. Seguía creciendo, cada vez más. Llegaron The Beatles, The Rolling Stones, e incluso artistas rusos exiliados como el tanguero Petr Leschenko, con su clásico “Serdtse”.
En los años '70 la popularidad de los Bone Records, o “Ribs” (costillas), como se les llamaba también, comenzó a decaer. La aparición de cintas magnéticas facilitó enormemente el copiado de la música, con una calidad infinitamente mejor y a mucho menor costo.
Sin embargo, los Bone Records son considerados material de culto hasta día de hoy. El proyectoX-Ray Audio, lanzado en 2013, busca rescatar su legado y su patrimonio mediante la difusión de libros y documentales históricos. Si te manejas con el inglés, te recomendamos este corto documental que, sinceramente, está imperdible. Y, por supuesto, si quieres escuchar cómo suena un Bone Record original, no dejes de pinchar aquí.