En julio de 1858, un chiste con un sutil juego de palabras circuló en varios diarios del Reino Unido victoriano. Un hombre trataba de alejar el hedor del Támesis con un paño perfumado, y le pregunta a su compañero: “Tú, que lo sabes todo, ¿qué ha hecho el Támesis por nosotros para que lo llamemos Padre (father)”? El compañero le responde: “Bueno, no lo sé. A menos que lo llamemos así porque lo queremos ver más de lejos (farther)”.
Jo, jo, jo. Humor inglés.
Eran tiempos donde el “Padre Támesis”, nombre que refleja la trascendente importancia de este río para la historia de Londres y de Gran Bretaña, se había convertido en un problema. El Támesis acumulaba los desechos del alcantarillado de una ciudad que sufría una explosión demográfica e industrial, y el calor de julio y agosto de aquel año hizo que el punzante olor fuera el tema de discusión del verano.
¿Qué sucedió y por qué el evento es considerado un punto de inflexión en la batalla contra el cólera y un momento clave para la historia de la ingeniería? En El Definido viajamos más de 150 años al pasado (ayudados por una mascarilla de respiración) y te lo contamos.
“Hubo un tiempo donde el Támesis estuvo lleno de peces, y donde el primer salmón de la temporada era traído por los pescadores del río a la mesa del Rey. ¿Qué plato podría proveer hoy el Padre Támesis a la mesa de la Reina? Pescado ciertamente no, quizá serviría algo de sopa de guisantes au naturel”, se lamentaba un columnista de la época el 10 de julio de 1858.
Era plena época victoriana, periodo de tiempo donde se alcanzaría la cúspide de la revolución industrial y del poderío del Imperio Británico y donde ocurrieron importantes cambios, entre ellos, la masificación del inodoro.
Por primera vez la gente podía simplemente tirar la cadena y olvidarse de sus problemas. Stephen Halliday, autor de The Great Stink of London, señala que el aparato se convirtió rápidamente en un símbolo de estatus para la clase media. Pero el moderno invento dependía del medieval sistema de alcantarillado de la ciudad, cuya precaria situación comenzó a empeorar rápidamente por el excesivo flujo de desechos.
El anterior problema se sumó al de los pozos negros, otro método más primitivo para deshacerse del número 1 y número 2. Se trata, básicamente, de un hoyo donde se arrojan nuestros desechos. El agua se filtra a través de su suelo, dejando solo lo sólido que, idealmente, debe ser retirado antes de rebalsarse. Decimos idealmente porque estos pozos, cerca de 200.000 en Londres por entonces, se rebalsaban con frecuencia, esparciendo sus contenidos por las calles de la ciudad para luego caer en el río, donde se unían con los desechos industriales y del alcantarillado.
Esto, en medio de una explosión demográfica de la entonces ciudad más poblada del mundo (eran casi 3 millones de habitantes, mientras que en 1800 sumaban apenas 1 millón), hizo que el Padre Támesis estuviera hasta el cuello cubierto de, hay que decirlo, mierda.
Que el río oliera mal no era novedad, pero en verano de 1858 su nivel bajó de forma anormal y los residuos se estancaron en sus orillas. La pestilencia alcanzó niveles nunca antes vistos. Cortes de todo Londres cancelaron sus audiencias por el hedor, como también la Cámara de los Comunes, donde apuraron una importante ley “en consideración al estado de la atmósfera”, según consta en un diario. “El Gran Hedor” (The Great Stink) fue el nombre elegido por la prensa para hablar del problema.
Una creativa carta al editor firmada por un tal “Ignoramus”, satirizaba la situación proponiendo una oportunidad en medio de la crisis: ¿por qué no remarketear el Támesis como un gran depósito de guano?
Pero era un tema grave. En los anteriores 25 años, Londres había vivido tres brotes de cólera que dejaron decenas de miles de muertos. Según la teoría miasmática imperante (que señala que las enfermedades se transmiten a través de las emanaciones fétidas), el hedor del Támesis era el gran culpable.
Ilustración satírica de la época. Muestra al Padre Támesis presentando a sus hijos, Difteria, Escrófula y Cólera, a la ciudad de Londres. |
Que el peligroso hedor llegara hasta el mismísimo Parlamento fue la gota que rebalsó la alcantarilla. En tiempo récord, Benjamín Disraeli, el entonces Líder de la Cámara de los Comunes y Ministro de Hacienda, aprobó una ley que permitiría una renovación del sistema de cañerías a cargo de la Junta Metropolitana de Obras, un organismo creado en 1855 cuya labor era proporcionar infraestructura para hacer frente al rápido crecimiento de Londres. En un discurso, Disraeli comparó al Támesis con el Estíx, uno de los ríos del inframundo griego, “apestado con los más inefables e intolerables horrores”.
Por entonces, no se sabía que los casos de cólera eran ocasionados realmente por filtraciones de las cañerías y los pozos negros hacia los pozos donde la gente obtenía agua para beber. Así lo había probado un médico inglés, llamado John Snow (con hache), cuando descubrió que casi todo un barrio había sido contaminado por la culpa de un solo pozo, identificando así que la cólera se transmitía mediante el agua y no mediante el olor.
Lamentablemente Snow era un hombre demasiado adelantado para sus tiempos, y le dijeron “You know nothing”, y continuaron creyendo en la teoría miasmática.
El Gran Hedor requería una gran solución de un gran hombre. Su nombre no adorna calles ni plazas, pero para muchos fue uno de los oficiales victorianos de mayor legado: Sir Joseph William Bazalgette.
Por entonces era conocido simplemente como Joseph William Bazalgette, y era desde 1856 el ingeniero jefe de la Junta Metropolitana de Obras. Era un hombre trabajólico e increíblemente detallista que ya había presentado planes para renovar el alcantarillado el mismo año en que asumió, sin embargo, distintas trabas burocráticas y cambios en el gobierno habían paralizado su gran sueño de barrer con las inmundicias de Londres.
El olor obligó al gobierno básicamente a darle carta blanca a ingeniero: 312 millones de libras actuales (259 mil millones CLP). Parece mucho dinero, pero recordemos la tarea: llevar un sistema medieval al siglo XIX en la ciudad, por lejos, más grande del mundo.
El ingeniero tomó siempre el camino más complejo, pero a la vez con mayor proyección para el futuro. Descartó las tuberías de acero por sus tamaños limitados y prefirió los ladrillos porque le permitían construir a la medida. Optó por un tipo de cemento más complejo de hacer, pero más adecuado para ser usado en lugares húmedos. Fue tan preciso que incluso especificó el tipo de tornillo para ser usado en cada tramo del proyecto.
22.000 trabajadores utilizaron 318 millones de ladrillos para construir 804 kilómetros de cañerías principales y más de 2.000 kilómetros de cañerías secundarias.
El plan de Bazalgette permitiría utilizar estas últimas para “capturar” los desechos que discurrían por la ciudad, y redirigirlos a través de cañerías que corrían paralelas al Támesis, hacia el este de Londres, donde las descargas podían ser arrastradas más fácilmente hacia el Mar del Norte.
Debido a la topografía de Londres, el agua servida terminaba en un nivel demasiado bajo para ser descargada, por lo que el ingeniero también incorporó al proyecto tres estaciones de bombeo, bautizadas con nombres de la Familia Real e inauguradas por sus mismísimos miembros. Así de importante eran las obras que llevaba a cabo el ingeniero.
Caricatura de 1883 que muestra a Bazalgette como la serpiente de las alcantarillas. |
Las obras de Bazalgette, aunque de naturaleza subterránea, también cambiaron la cara de la superficie de Londres. Terraplenes con áreas verdes se construyeron a lo largo del Támesis para ubicar cañerías bajo ellas, superficies que se han convertido en postal usual de la ciudad hasta el día de hoy.
Durante años Londres vivió semi paralizada por las obras del gran proyecto. Se dice, incluso, que es en este momento de la historia donde comenzaron a ocurrir los primeros grandes “tacos” en la metrópolis inglesa, y que habría sido Bazalgette quien utilizó el término en inglés (traffic jam) por primera vez.
Las obras demoraron 18 años en completarse y el costo total duplicó el presupuesto inicial, pero Bazalgette lo logró: el Támesis y Londres se fueron liberando de la peste gradualmente.
Digamos que, desde el punto de vista actual, no parece una gran solución ya que simplemente se alejó/canalizó el problema y no se trató, pero tampoco le vamos a pedir peras al olmo: el tratamiento de aguas servidas de grandes ciudad surge en la historia recién a finales del siglo XIX (y hoy es la norma).
¿Y qué paso con el terrorífico cólera? Aunque la idea inicial de alejar el olor para alejar la enfermedad era errada, tuvo de todas maneras el efecto deseado: las anteriores cañerías y pozos negros que filtraban su contenido a los pozos de agua potable fueron reemplazadas por los túneles de ladrillos de alta factura de Bazalgette. La enfermedad fue desterrada para siempre de la ciudad, así salvando la vida de potencialmente varios miles de ciudadanos.
Por cierto: la teoría miasmática ya había perdido su aceptación cuando las obras habían terminado, por lo que la razón detrás del fin del cólera quedó al menos aclarada.
Por su labor, se le otorgó al ingeniero el título de Sir en 1875 y se le mantuvo como ingeniero jefe de la Junta Metropolitana de Obras hasta 1889, cuando fue desmantelada. Bazalgette falleció en 1891.
Hasta el día de hoy su obra persiste bajo Londres. Se han hecho algunas ampliaciones y sus estaciones de bombeo han sido reemplazadas, pero los millones de ladrillos aprobados personalmente por Bazalgette hace 150 años aún mantienen el flujo de casi 9 millones de ingleses. Ellos van cada día al WC, ajenos, seguramente, de la intensa labor del hombre que salvó a Londres de sus propios desechos, haciendo una revolución en ingeniería civil y salud pública por partes iguales.