Si fuera un meme, éste diría: “el que no conoce a Miyazaki a cualquier santo le reza”. Y lo más seguro es que no sería exagerado ni le estaríamos dando color. Porque digámoslo, el director japonés de 77 años es lo más cercano a una divinidad tanto para el animé, como para el cine infantil y familiar de cualquier parte del globo; el kaiosama, el referente, el eco romántico de la animación en su esencia con casi 30 películas dirigidas. El tatita iluminado.
Uno que este 2018 festeja a quizás la más entrañable e icónica de sus creaciones, Mi Vecino Totoro; cinta que debutó en las salas niponas un 16 de abril de 1988. Pero también quien debe estar con una gran pena, pues su compañero y socio en los estudios Ghibli, el gran Isao Takahata, para muchos desconocido, ayer encumbró su viaje con los shinigamis (dioses japoneses que invitan a los humanos hacia la muerte), falleciendo a los 82 años por un cáncer pulmonar. Porque no hay Ghibli, no hay Miyazaki, sin Takahata. Es decir: “el que no conoce a Miyazaki y Takahata, a cualquier santo le reza”.
Roger Waters y Dave Gilmur nunca fueron amigos en Pink Floyd, e igual la hicieron y marcaron historia. Bueno, el caso de Takahata y Miyazaki es similar. Pues si bien no tenían una rivalidad declarada o competencia de talentos, eran amigos, pero no cercanos. Muy en la onda japo, se tenían profundo respeto y honor, pues comulgaban en sus capacidades, experiencias e ideas.
Ambos se conocieron en la década de los 50 estudiando en la Universidad de Tokio, e hicieron buenas migas porque eran marxistas y activistas en las aulas. Después, Takahata entró en los estudios Toei Animation, donde al tiempo dirigió su primera, polémica y revolucionaria película (a causa del estilo y temática: un pueblo se alza contra un demonio opresor): Las Aventuras de Hols, el príncipe del Sol (1968). Y Takahata contrató al joven Hayao Miyazaki, quien se encargó de los dibujos. Más tarde y con el fin de no ser censurados en sus obras, la dupla trabajó en televisión y es aquí donde memorables personajes como Marco, Heidi o Ana de las Tejas verdes, hicieron que el mundo se percatará de la existencia de la animación japonesa, particularmente por el sello de Isao: contar historias dramáticas y personajes profundamente emocionales.
Lo que sigue es pura luz: año 1985 y ya con camino recorrido en dúo y en solitario (Miyazaki la rompió con Conan, el niño del futuro y otras series), se hacen socios y fundan los estudios Ghibli. Con un Isao Takahata mostrando toda su libertad en dirección, entregándonos la sufrida pero bellísima (y basada en una terrible historia real de guerra) La Tumba de las Luciérnagas (1988, mismo año de estreno de Totoro), Recuerdos del ayer (1991), Pompoko (1994), Mis vecinos, los Yamada (1999) y la premiada con el Oscar y -en lo personal- su mejor obra, El cuento de la princesa Kaguya (2013). En total 28 cintas bajo su dirección y un legado que para los amantes de Ghibli, o las películas hechas con corazón y a la vieja y romántica escuela, es digno de recordar en todo momento.
Un adulto joven quizás con lentes, barba de tres días, camisa, pero con zapatillas. Sí, el espíritu del bosque más famoso del animé cumple 30 años el próximo 16 de abril. Película que en su estreno no causó mucho ruido, pero que con sus juguetes y figuritas se convirtió en moda, lo que hizo que años más tarde el film cobrará la importancia que merecía. Tanto, que es el logo de los Ghibli Studios, algo así como el ratón Mickey de Disney, que dicho sea de paso, compró la película al igual que muchas otras del estudio japonés para de frentón usarlas como referente y ganar dinero en Occidente.
Una historia sencilla, nostálgica, preciosa y mágica. Sin villanos, grandes giros o acción. Por esto y más, Mi Vecino Totoro es única, narrando el pasar de los días de dos niñas (Satsuki y Mei) y su padre (Tatsue) en un poblado campino alejado de la ciudad en los años 50, a la espera de la mejoría de salud de la madre del clan, y donde conocen al guardián del bosque, el felpudo y bonachón Totoro.
Verdadera fábula episódica que se toma sus tiempos, unos que evocan la infancia, la delicadeza y, como en toda la filmografía de Miyazaki, el alma de la naturaleza. Musicalizada magistralmente por el gran Joe Hisaishi, nos emocionamos y reímos con este ser y las niñas volando sobre las cosechas, plantando sobrenaturalmente hierbas o esperando al colorido Gatobús. ¿Mejores momentos? Muchos, pero la aparición de los conejos de polvo, los encuentros de Kanta y Satsuki y escuchar el dormir de Totoro acostados sobre su inmenso vientre (escena replicada en cintas como Jurassic Park o la reciente Okja) están en la lista.
Nacida de las vivencias biográficas del propio Miyazaki y su relación con su madre, que estuvo nueve años enferma de tuberculosis; esta cinta reúne el sello Ghibli en su máxima expresión. Con la figura femenina predominando y conectando con el instinto y la ecología; hecha a punta de lápiz y papel con la clásica animación 2D. Aclamada por la crítica, premiada y considerada un imperdible dentro del cine. Tanto, que ha sido citada en Los Simpson y hasta en Toy Story 3 de Pixar, que sin ocultar su admiración por Miyazaki, le dan un cameo a un peluche de Totoro. Además de tener toda una mitología popular detrás, con cientos de ensayos en la web e incluso raras teorías, como la que dice que en realidad Totoro es un shinigami y las hermanas Kusakabe en verdad están muertas. Ay, señor.
En fin, una película para descubrir y revisitar de cuando en vez, que tiene un corto animado que continúa la historia (Mei y el Gatobus) y que esta semana fue proyectada en el Museo de Arte Contemporáneo MOMA de Nueva York. Sin ir más lejos, este domingo cierra el ciclo “Totoro 30 años” de Matucana 100, con una función familiar, en pantalla grande y gratuita. Aguante, Totoro.