En 1965, un joven concejal de Amsterdam llamado Luud Schimmelpennink, pintó unas cuantas bicicletas de blanco y anunció que estarían disponibles de forma gratuita por la ciudad, puntualizando que simbolizaban "la simplicidad e higiene, en contraste a la vulgaridad y suciedad del automóvil autoritario". A las pocos días algunas fueron robadas, otras tiradas a los canales de la ciudad, y el resto confiscadas por la policía.
Así fue el nada glamoroso ni auspicioso inicio del bike sharing, o sistema de bicicletas públicas, popularizado en nuestro país por las bicicletas naranjas de Bike Santiago. Fueron los mismos creadores de la champagne y el camembert, los franceses, quienes rescataron y refinaron el concepto al iniciar el programa Vélo à la Carte (bicicleta a la carta) en la ciudad de Rennes, en 1998.
Desde entonces, y sobre todo en los últimos 10 años, el crecimiento e importancia de este sistema de consumo colaborativo ha explotado casi al nivel de la moda de las hombreras en los 80s (casi, porque no exageremos). A la fecha existen más de un millón de bicicletas públicas en más de mil programas repartidos por el mundo.
Su éxito se justifica por razones que van mucho más allá de mera conveniencia económica. De hecho, la experiencia en muchas ciudades ha permitido concluir que estos sistemas, bien implementados, tienen un impacto importante en nuestras ciudades de hoy y del futuro.
Sin ciclovías, navegar por la ciudad en bicicleta se convierte en la travesía de Frodo hacia Mordor. ¿Y saben cuál es uno de los principales factores asociado a la construcción de nuevas ciclovías? Así es, el bike sharing.
Un estudio del instituto Virginia Tech, ya en el 2011, halló una clara correlación entre ciclovías y uso de bicicletas públicas. Las razones son lógicas: a las municipalidades les conviene fomentar el uso de este medio para disminuir el parque automotriz y evitar el colapso del transporte público, por lo tanto tienden a invertir en infraestructura que aumentará el uso de los programas de bike sharing.
Una cosa suele llevar a la otra. En China, donde se hallan 3 de cada 4 bicicletas públicas del mundo, se construyen ciclovías exclusivamente debido a programas bike sharing. Es el caso, por ejemplo, de la isla de Xiamen, cuyo programa consideró el desarrollo de 156 kilómetros de ciclovías.
También sucede de manera menos brusca en ciudades más difíciles de intervenir, como nuestra capital Santiago. El año pasado, se calculaba que en 2016 la infraestructura ciclística aumentaría en un 49%, un crecimiento que duplica al de los últimos años. Si bien esto se enmarca dentro del aumento del uso de bicicletas de forma general, y no exclusivamente de las públicas, el más de millón de viajes y varias decenas miles de usuarios de Bike Santiago, sin duda han pesado en la decisión. Esto se observa, sobre todo, en que la mayoría de las ciclovías se construyen en las comunas centrales donde más se utiliza el sistema.
Hace años que se habla del boom de la bicicleta, y sin duda el bike sharing ha sido parte importante de ello. El efecto que causa su distintiva presencia en las calles ha influenciado que muchas personas comiencen a pedalear, un logro importante sobre todo en zonas donde la bicicleta no era percibido como algo "normal".
Así lo identifica un estudio observacional realizado en 2013, en Londres. La percepción del ciclismo como algo peligroso o demasiado deportivo, explica, no ayudaba a que otras personas se sumaran a las dos ruedas. Los programas de bicicletas compartidas, por otro lado, estarían ayudando a normalizar la imagen del ciclista y, por ende, promoviendo la actividad.
"Los sistemas de bicicletas compartidas no solo podrían apoyar el ciclismo directamente, al proveer de bicicletas para arriendo, sino también indirectamente, al aumentar el número y diversidad de 'modelos a seguir' visibles en el ciclismo", concluye.
Miren el ejemplo de Barcelona. Según un estudio de 2011, los viajes en bicicleta dentro de la ciudad aumentaron en un 30% luego de la introducción de su programa de bike sharing.
En Estados Unidos, luego de casi 10 años de programas de bicicletas compartidas, se ha registrado apenas un accidente mortal en ellas. Lo mismo se repite en Canadá (2) y México (1). Considerando que cada año se llevan a cabo varios millones de viajes en este sistema, es una estadística notoriamente positiva, y que hasta podría parecer contraintuitiva si tomamos en cuenta que sus usuarios suelen ser menos experimentados y menos propensos a usar casco, comparado con quienes poseen su propia bicicleta. Un reciente estudio ayuda a entender por qué, y de paso nos da una razón más para usar las bicicletas públicas.
Si han usado alguna de estas bicicletas, seguro notaron que son pesadas, "cabezonas" y algo lentas debido a sus cambios limitados. Y esto que puede parecer algo molesto a primeras, es precisamente lo que las convierte en seguras. Otros factores identificados en el estudio son ruedas gruesas, luces integradas y pintura llamativa, naranja apágate por favor en el caso de Bike Santiago, que completan una bicicleta que claramente no ganará el Tour de Francia, pero que lidiará de mejor forma con el ambiente urbano, además de ser más visible para los automovilistas.
Una bicicleta pública tradicional. Lenta, pero segura. Fuente: Streetsblog
Lógicamente los programas de bicicletas compartidas aparecen primero en zonas de alta densidad poblacional, donde se les dará un mayor uso. Pero alrededor del mundo, están surgiendo cada vez más iniciativas que expanden el servicio hacia la periferia para conectar barrios marginados.
Los beneficios potenciales son enormes, porque se trata se vecindarios con servicio de transporte público deficiente y donde se concentran las minorías tradicionalmente más aisladas y de menor ingreso económico (afroamericanos y latinos en el caso de Estados Unidos), que, por cierto, son más propensas a usar la bicicleta.
Nueva York ya lo está haciendo, al expandir su servicio hace algunos años hacia sectores de viviendas públicas, donde se ofrece la membrecía a precios reducidos. Chicago, Minnesota y Filadelfia son otras ciudades que han abierto el sistema a comunidades de la periferia, esta última ciudad, de hecho, ubicó casi un tercio de sus estaciones en barrios marginados y de bajos ingresos.
En Santiago, para tocar un ejemplo más cercano, el proceso ha ido más lento, pero está integrando más comunas y barrios. Recordemos que fue Providencia la primera comuna en iniciar un programa de bike sharing en 2008; hoy son 14 comunas las comunicadas por Bike Santiago y se seguirán sumando más.
Les hemos mencionados varios beneficios que están sucediendo ahora mismo, pero quizá el más importante es su efecto a futuro.
Cada día, se suman más de 200 mil personas a un mundo ya con récords en población mundial y con todos los problemas que eso arrastra. Las urbes bien planificadas, con un sistema de transporte urbano bien interconectado y sustentable, serán las más capacitadas de acomodarse a esta nueva realidad, y un sistema eficiente, inclusivo y bien implementando de bike sharing será, sin duda, un activo importante.
No es coincidencia que China, país más aquejado por la sobrepoblación, lidere ampliamente en número de bicicletas públicas. Claramente no se trata de un lujo o de un mero atractivo turístico, sino de una medida necesaria, además de económica, para descontaminar ciudades, mejorar su conectividad y, en resumen, hacerlas más habitables.
Es un sistema que llegó para quedarse, como señala el alcalde de la ciudad de Lyon, Francia, al decir "Hay dos tipos de alcaldes en el mundo, los que ya tienen bike sharing y los que quieren bike sharing".