En la columna acerca de la gramática inclusiva, hablé de Funes el memorioso, personaje de un cuento de Borges de tan prodigiosa capacidad de retención que maldecía la pobreza del vocabulario castellano. “Le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)”, dice en una de sus páginas.
Aunque no sería capaz de administrar una palabra para “perro de las tres y cuarto (visto de frente)”, detrás de esa hipérbole borgiana hay un germen de verdad. Como constructos espontáneos que son, los idiomas sufren de vacíos, y nadie detenta la autoridad para resolverlos.
En Tasmania, poseen un denominativo para cada árbol, pero no existe la palabra "árbol". La tribu amazónica de los Pirahacarece de términos para los números mayores a dos y cualquier cifra superior se dice "muchos".
Más cercano a nuestra realidad, en inglés no diferencian “querer” de “amar” y no hay una traducción sintética para “aprovechar” (como en “aproveché el viaje para comprar pan”). Por supuesto, la más severa omisión es “estadounidense”, con la consecuencia de que a ellos no les queda más remedio que insultar a todo el resto del continente denominándose americans.
En castellano, no somos ajenos a los baches lexicográficos. En la misma columna antes citada escribí:
Es pobre que no distingamos entre carne viva (flesh) y carne comestible (mutton/pork/beef), que no exista una palabra específica para “sonido de volumen alto” (loud), para información que revela una trama (spoiler), o para distinguir entre dedos de la mano (finger) y del pie (toe). No sé por qué está tan arraigada la falsa noción de que el castellano es un idioma tan rico. El diccionario de la RAE publica un quinto de las palabras que el Merrian-Webster en inglés, menos de un quinto que el principal diccionario islandés, y apenas un 8% de las que cita un diccionario coreano.
Mantengo una lista de las palabras que he identificado que le faltan al castellano y al inglés, y que actualizo los 6 de julio. Para que se haga una idea:
Siguiendo la tradición, celebro mi anticumpleaños con la actualización de la lista de palabras que le faltan al inglés y al castellano ¿Qué otra se les ocurre?
(Nota de la redacción: la tradición lleva un total de 001 años) pic.twitter.com/eqM6ENC7hp
— Joaquín Barañao (@JoaquinBaranao) 7 de julio de 2018
A mi modo de ver, son bien recibidas aquellas modificaciones que propendan a la belleza, la precisión y la economía de un idioma,y nocivas las que remen en el sentido opuesto. Dado que un vocabulario más extenso favorece las tres, ¿cómo lo enriquecemos?
La respuesta que sé que estás pensando (y que es fundamentalmente correcta) es: en forma espontánea. Los idiomas adquieren vida propia, edificios sin arquitecto, rebaños sin pastor. Y funciona. Aun cuando nada ni nadie detenta atribuciones para imponer cambios o ampliaciones, de lo más bien que nos las hemos arreglado para seguir expandiendo el arsenal lingüístico. Hace un siglo no existían los neologismos “avioneta”, “gentrificación” ni “helicóptero”, entre cientos de otros.
La mayor parte de la expansión proviene de la calle. Posiblemente nunca sabremos cómo se originó “bacán”, “cuático” o “filo”, pero ahí están. La minoría nace en el entorno formal de la academia. FitzRoy, el capitán del navío en que viajó Charles Darwin, acuñó “pronóstico del tiempo”, el gran filósofo Jeremy Bentham ideó “internacional”, y el biólogo Richard Dawkins, aún vivo, inventó la palabra “meme” (aunque su definición no coincide exactamente con la viralización de imágenes de gatos de YouTube).
Nadie discute entonces que la potencia generativa marcha a todo vapor. El proceso resuelve razonablemente bien neologismos específicos, como “renderización” o “cortocircuito”. Sin embargo, y es esta la justificación de esta columna, la innovación muy rara vez parcha los vacíos básicos. Un astrofísico acuñará sin tapujos conceptos tales como “espaguetización” para describir el estiramiento de objetos en formas finas y delgadas (como un espagueti) dentro de campos gravitatorios heterogéneos, porque sabe que se está expandiendo la frontera del conocimiento. Pero nadie posee la autoridad para inventar una traducción de loud.
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Es por eso que vengo a plantear una herejía: propongo que un panel de expertos nombrados por la Real Academia de la Lengua Española, sugieran (no impongan) palabras con bases etimológicas conocidas destinadas a suplir aquellos vacíos más importantes de nuestro idioma. Sé que se te erizaron los pelos, pero aclaro antes de que vengas a quemarme la e-casa:
1. Está fuera de discusión que el rol de la RAE siempre ha sido describir un idioma que evoluciona en forma espontánea, no normarlo. Estoy plenamente consciente de eso. Es más, apostaría buena plata que los propios miembros de la RAE discreparían de mi propuesta. Por eso lo de “herejía”.
2. Nadie ha decretado que la RAE sea “la autoridad del castellano”, por la obvia razón de que nadie posee atribuciones para tal cosa. La RAE es una institución independiente (en el sentido de que los idiomas son acéfalos) a la cual uno puede decidir o no prestar atención. De hecho, hay muchas otras academias de la lengua, incluyendo una chilena de respetables 133 años de historia, y en ninguna parte está escrito que aquellas se subordinen a la RAE. La falsa noción de que la RAE es “la autoridad” se debe a su tradición, prestigio y permanente caudal de publicaciones de calidad. Dicho eso, es justamente por dichos pergaminos, bien ganados en la cancha idiomática, que sería la RAE a través de su diccionario de uso universal la única con chances de hacer que esto resulte.
3. Aunque ya dicho, repito que todo asomo de imposición está total y completamente fuera de discusión. Se trataría en forma explícita de meras sugerencias, nada más que una invitación a usar.
¿Y cómo funcionaría? Más o menos así:
Elaboración: Joaquín Barañao. |
¿Qué razón habría para no intentarlo? Si resulta que con el tiempo la propuesta prende, se elimina la etiqueta de “[PROPUESTA RAE]” del diccionario y nuestro querido castellano ganó en belleza, precisión y economía. En caso contrario, pues se elimina la entrada del diccionario sin pena ni gloria. Si ninguna propuesta cautivó a los hispanoparlantes, queda archidemostrado que nada más que los procesos espontáneos permiten expandir el vocabulario, se eliminan todas las “[PROPUESTA RAE]”, y aprendimos un montón en el proceso. Al menos, les habremos dado pasto a los lingüistas para décadas de papers acerca de esta quijotada.