Imagen: César Mejías

Por qué "facho" no significa lo que crees

"Licitaría el litio en lugar de declararlo estatal-estratégico", "¡facho!". ¿Usamos bien este término hoy en día? ¿Qué define a un real facho, de esos que siguieron a Mussolini en las buenas y en las malas? Joaquín Barañao desenmaraña esta madeja.

Por Joaquín Barañao | 2019-03-05 | 11:30
El término fascismo ha sido usado y abusado hasta el hartazgo

Desde hace mucho que en Italia un haz de varillas simboliza la fuerza a través de la unidad. La idea es que una varilla por sí sola no es gran cosa, pero que en conjunto ofrecen una resistencia formidable. En latín estos haces se llamaban fasces, y en la antigua Roma simbolizaban la autoridad del magistrado civil. Eran 30 varillas, por lo general de olmo, una por cada curia de la Antigua Roma. A estos fasces se los podía utilizar incluso para asestar castigos físicos.

En italiano fasces derivó a fascio. Debido a la idea de conjunto, fascio adquirió el sentido de “banda” o “liga”, que a partir de la década de 1870 comenzó a ser aplicado a grupos políticos. Es lo que en castellano llamaríamos “facción”. El más conocido fue el Fasci Siciliani (donde fasci es el plural de fascio, tal como spaghetti no es otra cosa que el plural de spaghetto).

A partir de este tipo de organizaciones, la palabra fascio adquirió un tinte revolucionario. Fue justamente esta connotación la que la volvió atractiva, por ejemplo, para los nacionalistas que exigían intervención italiana en la Primera Guerra. Una de estas agrupaciones fue Fasci italiani di combattimento, fundada en 1919 por un periodista llamado Benito Mussolini. Esta organización se convertiría a su tiempo en el núcleo del Partido Nacional Fascista, fundado dos años después y liderado por el propio Mussolini. En 1925, este caballero se transformó en gobernante de Italia y el término “fascismo” pasó a identificarse con esa manera de entender las cosas. Nótese que el logo del partido incluye uno de estos famosos haces de varillas en forma explícita.


Logo del Partido Nacional Fascista/Wikipedia

Fascismo

No es este el espacio para explicar en detalle qué se entiende por esta corriente, pero valga esta explicación que el mismísimo Mussolini ofreció en La doctrina del fascismo:

“Siendo antiindividualista, el sistema de vida fascista pone de relieve la importancia del Estado y reconoce al individuo sólo en la medida en que sus intereses coinciden con los del Estado, que encarna la conciencia y la universalidad del hombre como entidad histórica. Se opone al liberalismo clásico, que surgió como reacción al absolutismo y agotó su función histórica cuando el Estado se convirtió en la expresión de la conciencia y de la voluntad del pueblo. El liberalismo negó al Estado en nombre del individuo; el fascismo reafirma los derechos del Estado como la expresión de la verdadera esencia de lo individual”.

Para un genuino fascista entonces, de acuerdo a la voz más autorizada que hay al respecto, el Estado prima por sobre el individuo. Propende a una sociedad colectivista en la que el Estado es el motor primario del progreso.

La definición de la RAE, con la concisión propia que exige un diccionario, aprovechó los pocos caracteres disponibles para marcar un énfasis similar (notar las negritas): “Movimiento político y social de carácter totalitario que se desarrolló en Italia en la primera mitad del siglo XX, y que se caracterizaba por el corporativismo y la exaltación nacionalista”.

Mi experiencia personal en el Chile del 2019, sin embargo, constata una curiosa colisión con estas raíces históricas. Me ha ocurrido docenas de veces al expresar, por ejemplo, mi preferencia por licitar el litio en lugar de declararlo estatal-estratégico, que algún polemista destemplado profiere su grito de guerra: “facho”. O por defender el financiamiento de la universidad con créditos contingentes al ingreso en lugar de rentas generales. ¡Paf!, “facho”. O abogar por perfeccionar el esquema actual de AFP en lugar de apostar por una AFP estatal o sistema de reparto. ¡Paf! “facho”.

La paradoja es que, en particular en lo referido al grado de participación del Estado en la economía, el fascismo es lo opuesto. Seguro que muchos desenvainan el apelativo pensando en un combo más amplio, que incluye posturas migratorias, militares y/o geopolíticas. A esta postura sí la avala cierta base histórica. Pero esta columna no trata de esto. Trata de cuando el abrir parte de CODELCO a capitales externos es condición suficiente para despachar un sonoro “facho”.

¿Cómo el término se convirtió en un insulto?

Parto por mencionar que tan llamativa paradoja no es exclusiva de nuestro país. El término fascismo ha sido usado y abusado hasta el hartazgo. George Orwell decía que la palabra se había vuelto un simple improperio genérico, pues “casi cada angloparlante aceptaría ‘matón’ como sinónimo de ‘fascista’”. En Estados Unidos se discutió en la prensa si no se debía llamar fascista a la Unión Soviética de Stalin. J. Edgar Hoover, director del FBI por más de 37 años, solía escribir del “fascismo rojo”, en referencia a los comunistas.

En el caso chileno, hay una explicación precisa que describe la trayectoria del término. Para Stalin, el fascismo era ante todo un nuevo vehículo de la política de la burguesía reaccionaria (es decir, opuestos a toda evolución social con tal de conservar sus privilegios). A su modo de ver, este segmento de la sociedad había abandonado la vía de la democracia liberal por tratarse de un medio fracasado y potencialmente contraproducente. Si se toma en consideración la época en que estos eventos toman lugar, se podrá conceder que la visión de Stalin, aunque exagerada y sobre simplificada, gozaba al menos de un germen de verdad. El líder soviético asentó este enfoque en la Internacional Comunista (también conocida como la Tercera Internacional, a la cual adhirió el PC chileno en 1922).

Los partidos comunistas europeos se aliaron con el socialismo y el radicalismo burgués para combatir el auge del fascismo tal como lo entendía Stalin: cualquier ideología burguesa reaccionaria. El resultado fue una coalición de lo más variopinta llamada Frente Popular.

En América Latina, sin embargo, no había organizaciones fascistas con influencia suficiente como para constituir una amenaza política inminente. ¿A dónde canalizar esta energía política entonces? El rival del Frente Popular chileno terminó siendo la oligarquía.

Es por esto que en el Chile de la década de 1930, el término "fascista" no se aplicó al Movimiento Nacional Socialista que lideraba Jorge González von Marées (quienes se hacían llamar nacis, con “c”, para diferenciarse de sus hermanos mayores alemanes). Y eso que los nacis criollos eran tan militaristas como Mussolini. No, la versión local del Frente Popular asignó el mote a los miembros de la coalición de partidos oligárquicos que apoyaban a Arturo Alessandri Palma y a su ministro de hacienda, Gustavo Ross. Este último, el rival de Pedro Aguirre Cerda, candidato del Frente Popular en las elecciones presidenciales de 1938.

En realidad, el conservadurismo oligárquico chileno no era fascista en el plano económico, a diferencia, por ejemplo, de los conservadurismos autoritarios en Europa del sur, Austria y Europa del este. No se me malentienda. Ross no era santo de mi devoción. Sostenía que se debía gastar unos pocos millones para incentivar “una tupida inmigración blanca […] Se habla de la escuela. Palabras, sermones, ideas. Poco adentran en la vida. Se necesita una medida biológica: traer trabajadores de costumbres recias y eficaces”. La democracia, a su juicio, “es el gobierno de la selección y no de la masa inculta”.

Alessandri, a su turno, apoyó las milicias republicanas, a todas luces inconstitucionales, y en un desfile de 1933 desfilaron frente a él unos quince mil efectivos, más que en una parada militar de la época, lo que sin duda habría complacido a Mussolini. Pero desde una perspectiva netamente económica, lo cierto es que Alessandri estaba mucho más cerca de Adam Smith y su liberalismo económico, que de las posturas colectivistas que favorecían tanto Mussolini como Stalin.

Sin embargo, el término quedó desde entonces irrevocablemente asociado a la derecha como un todo. La voltereta lingüistica ya estaba sellada.

Una simplificación no admisible

Todo esto da pie a una discusión más amplia. Pretender trazar el mapa político en un eje unidimensional izquierda-derecha es una sobre simplificación contraproducente. Las simplificaciones son útiles para sistematizar información y por definición dejarán información fuera. Soy el primero en defender el uso de indicadores sintéticos como el Índice de Desarrollo Humano o el Índice de Competitividad Global, que fueron diseñados precisamente para omitir la complejidad subyacente. Pero, como reza uno de los tantos aforismos atribuidos a Einstein, “todo debe ser hecho tan simple como sea posible, pero no más simple que eso”.

El eje izquierda-derecha (donde derecha=facho) es más simple que lo admisible. Confunde más que aclara. Es un sinsentido pretender clasificar en el mismo bando a un liberal que defiende la legalización de las drogas duras, con quien votó en contra de la ley de divorcio solo porque ambos coinciden en una baja intervención del estado en la economía. Con el famoso gráfico de Nolan, que clasifica a los actores en un espacio al menos bidimensional, podemos sentarnos a conversar. Tema para otra columna.


Gráfico de Nolan/Wikipedia


¿Sirve de algo enterarse de esta historia? Desde luego, no aspiro a corregir esta paradoja histórica en el habla coloquial mediante esta humilde columna. El término ya se instaló y no va a cambiar. Pero sí vale la pena al menos estar consciente de la ironía y de sus implicancias en la escena política actual. Abogar por un Estado chico no solo no es fascista, sino todo lo contrario.

¿Estás de acuerdo con que hoy el término fascista está siendo mal utilizado?