La semana pasada les comenté de mi primer gran temor a la hora de ser papá: la plata. Hoy voy por el segundo, uno menos práctico y más filosófico. Es el que surge a la hora de mirarnos al espejo y enfrentarnos a nuestra infinita pelotudez. Es entonces que uno piensa ¿Algún día estaré listo para ser papá? ¿Cómo tan irresponsable la naturaleza de permitírmelo?
La verdad es que ser padre sí es una enorme responsabilidad. De un día para otro te conviertes en un ejemplo para un tercero, donde todo lo que haces (y no haces) se vuelve relevante en el proceso de crianza de un nuevo ser humano. La verdad, es una responsabilidad que se vuelve mucho menos terrorífica a la hora de ver a los ojos a tu hijo recién nacido, porque al tenerlo frente a ti, ya nada te parece tan terrible. Pero eso no quita que uno, que se sigue sintiendo como un jovencillo de 18 años, se cuestione si realmente está preparado para convertirse en un ejemplo para otro ser humano.
Mi visión es que uno nunca deja de sentirse un niño. O al menos a mí me pasa así. Al final yo me siento como una versión un poco menos caprichosa y quizás más consciente, del mismo niño que pasaba las tardes jugando Atari. Pero no solo siento que sigo teniendo los mismos sueños que cuando niño, sino que además me siguen costando las mismas cosas. Sí, nos mintieron. El que llegaríamos a una edad en la que tendríamos la respuesta a las preguntas de la vida es una farsa: Los adultos son los mismos niños, que aprendieron a disimular. Y si vivimos en un mundo gobernado por niños disfrazados ¿cómo la humanidad ha podido sobrevivir?
No necesitas dejar de sentirte un pelotudo. En el fondo, todos lo somos y si esperas que un día se te pase, entonces sigue esperando. Ahora, eso no nos da permiso para comportarnos como un pelotudo. Porque, a mi parecer, lo primero que uno necesita como papá es estar consciente de sus propias falencias: No eres perfecto, tienes esta enorme lista de defectos, tienes que tratar de suplirlos, trabajarlos o aprender a convivir con ellos de alguna forma, pero ellos no tienen por qué ser un obstáculo a la hora de ser papá. Lo bueno de todo esto es que el proceso te da tiempo. No solo los nueve meses de embarazo, sino que además el mismo crecimiento de tu hijo te permite ir adaptando tu comportamiento y aprendiendo poco a poco. Al principio las necesidades de los niños son mucho más prácticas y su visión más infantil, ser un buen papá para una guagua es mucho más fácil. Sobretodo si lo comparamos con ser un buen papá para un adolescente. El proceso es gradual y mucho más natural de lo que uno teme, la clave es vivirlo.
Lo primero que hay que tener claro es que no existen los papás perfectos. No importa cuanto uno se esfuerce, siempre se va a equivocar en algo. No, no en algo, en miles de algos. Por eso yo creo que poner todas las fichas en tratar de ser un súper papá es un gran error. A la larga tener un papá perfecto es menos enriquecedor que tener como ejemplo a un papá que sabe lidiar con sus imperfecciones. Es por eso que no le tengo mucho miedo a equivocarme. Siento que es mucho más importante el que nuestros hijos se sientan amados y sepan que pueden contar con nosotros. Porque, pensemos un minuto como hijos: ¿queremos a nuestros padres por lo perfectos que son o por cuanto nos quisieron?
Por supuesto, eso no quiere decir que si queremos a nuestros hijos podemos ser unos descriteriados con ellos. Solo quiere decir que siempre podrán decir que hay cosas que no hicimos bien, pero lo que yo espero que nadie pueda ponerme en duda como papá, es que quise a mis hijas e intenté entregarles lo mejor de mí. Y si tú estás dispuesto a eso, entonces no hay nada que temer: tienes todo lo necesario para ser papá.