Levante la mano el que vio esa película y lloró al final. Sí, yo también. ¿No la ha visto? Partió, pues. No es ninguna maravilla del séptimo arte, pero sin duda se convirtió en un clásico infantil noventero, echando mano a uno de los seres más queridos por los niños (y los no tan niños): los perros.
Si tiene uno (o más), le encantará saber que algunos estudios recientes están intentando demostrar lo que nosotros, de alguna manera, ya sabemos: que nuestros caninos amigos poseen emociones reales similares a las humanas y que a su vez desarrollan empatía genuina. Y fue una columna en The New York Times la que llamó la atención sobre el asunto hace algunos días. Gregory Berns, profesor de Emory University y autor de How Dogs Love Us: A Neuroscientist and His Adopted Dog Decode the Canine Brain (Cómo nos aman los perros: Un neurocientífico y su perro adoptado decodifican el cerebro canino), cuenta que tras años de investigación sobre el funcionamiento del cerebro canino, puede aseverar que “ellos también son personas”.
Dado que los perros no pueden hablar, los científicos solían inferir conclusiones sólo desde la observación de su comportamiento ante tal o cual estímulo, pero Berns hizo lo que nadie antes había hecho: complementar comportamiento con el análisis de su actividad cerebral. Sí, eso ya se había realizado en otros estudios, pero éste adhirió un componente particular: los perros analizados no estaban sedados, sino perfectamente conscientes.
Los escáneres M.R.I. son espacios muy reducidos donde las personas deben quedarse inmóviles para que las imágenes que se obtengan sean correctas, situación que no siempre se logra. Con los perros no es diferente. Como para ellos es todavía más difícil quedarse quietos, cada vez que se les sometió a este procedimiento se les sedó y en ese estado la actividad cerebral no es muy interesante de estudiar, dice Berns. Había que analizarlos despiertos y atentos. Para ello, desde el inicio de su experimento se les trató “como personas”, asegura, utilizando sólo métodos positivos de entrenamiento. Sin sedantes ni correctivos, ni correas ni amenazas, después de varios meses, al menos una docena de canes lograron permanecer tranquilos casi un minuto dentro del tubo de escáner –con un apoya-cabeza especialmente diseñado para ellos–, tras lo cual se obtuvo imágenes valiosas.
Entre las primeras conclusiones de Berns están las evidentes similitudes entre humanos y perros tanto en estructura como funcionamiento de una región clave del cerebro: el núcleo caudado. En los humanos se activa notoriamente en la anticipación de aquello que disfrutamos, como la comida o el amor. En los perros, la actividad del núcleo caudado subió frente a las señas manuales que significan “comida”, así como al aroma o voces de humanos que le son familiares o cuando su dueño aparecía repentinamente en su campo visual. Es decir, tanto el caudado humano como el canino responderían a estímulos muy similares y esa “homología funcional” –la habilidad de experimentar emociones positivas– significaría que los perros poseen un nivel de sensibilidad parecido al de un niño. La aceptación de esto obligaría a la sociedad a repensar cómo trata y considera al “mejor amigo del hombre”, pues ya no sería más un objeto, una mera “propiedad” o algo que se pueda “programar” a la medida, sino un ser que tiene sentimientos igual que nosotros.
Y esta conclusión es reforzada con otro estudio de la Universidad de Goldsmiths (Gran Bretaña), el cual confirmó que los perros perciben acertadamente cuando un humano está triste y reaccionan inmediatamente en actitud de consuelo, incluso más rápido que otros humanos ante la misma situación. En otras palabras, no sólo son capaces de ser empáticos sino que serían más eficaces que otras especies.
Se estudió la reacción de una veintena de canes de diferentes edades y razas frente a tres tipos de estímulos: una persona llorando, una persona hablando (como si conversara con alguien) y otra haciendo un sonido extraño, como un zumbido. A los diálogos se mostraron indiferentes, al zumbido actuaron curiosos, pero ante la persona triste –familiares o no para él– la mayoría de los perros se acercó de inmediato buscando contacto físico, adoptando una actitud sumisa y buscando “aliviar” al humano al lamer sus manos o en el roce con su cuerpo. Esta actitud de consuelo no suele pasar entre personas que no se conocen, por ejemplo, mientras que el perro no dudó en acercarse al humano desconocido que lloraba…
Me alegra que de a poco vayan quedando obsoletas las teorías que reducían a los perros sólo a la categoría de acción por instinto, accediendo a aceptar que el asunto es bastante más complejo que el manoseado experimento de Pavlov. El profesor Berns dice que sus estudios sólo han comenzado y que seguirá sorprendiéndonos; estoy segura que conseguirá muchos adeptos en el camino. Yo me sumo. Mi bello perro, un Minipei de 7 meses, ha cambiado mi vida y mi sensibilidad hacia los animales, ampliando mi respeto y fascinación con ellos. No necesito a ningún científico para corroborar lo que ya sé: Scotty siente, y mucho. Mueve su colita muy contento cuando ve a su amiga Sharpei en el parque, se pone triste y llora cuando le digo que voy a salir, salta como conejo cuando le digo ¡Comer! y me ladra para retarme si todavía estoy trabajando en mi escritorio a altas horas de la noche. Permaneció tranquilo, sin buscar su correa para salir y recostado a mi lado, cuando estuve enferma en cama por dos días. ¡Hasta se resfrió también! Y eso que es imposible contagiar el resfrío humano a los perros. Fue su muestra máxima de empatía hacia mí. Mi perro siente y sin duda, algún día se irá al cielo.