*Esta nota fue publicada originalmente en 2013.
Oh, equivocarse. En qué manoseado y desprestigiado verbo te has convertido. Nuestros padres, profesores y jefes se han encargado de empaparlo de férrea negatividad. ¿Injustamente? Diría que sí y traigo una lista de evidencias para la defensa. No es que quiera incitarlos a que deliberadamente hagan las cosas mal o que no les importe; lo que quiero es que los errores puedan ser apreciados desde varias perspectivas y no sólo desde la obvia. Abrazar las caídas como algo natural e incluso positivo puede traer más de un beneficio.
Muchos estudios sostienen que las equivocaciones son fundamentales en la rutina de investigadores y creativos en general. ¿Por qué? Porque los remece. La aparición de un supuesto error en el proceso los fuerza a considerar ideas o situaciones nuevas, les permite tomar distancia de la tarea que realizaban y, por ende, volver a ella más abiertos, despabilados y atentos. De hecho, esta recomendación no sólo se hace a profesionales enfilados en hallar el invento del año, sino que se extiende a cualquier persona que en cualquier minuto de su vida sienta que debe solucionar algo o encontrar una salida.
Muchos descubrimientos o ideas revolucionarias surgieron de algo que aparentemente estaba “mal” y que sólo necesitaba un cambio de enfoque. En el colegio, por ejemplo, nos enseñan que la invención de la Penicilina es una anécdota, pero no nos detienen en la moraleja: lo que es un fracaso para A, puede ser un triunfo para B. Fleming descuidó las muestras de laboratorio que tenía a su cargo y una placa con estafilococos se llenó de moho. Estuvo a punto de botarla a la basura, era lo lógico de hacer, pero sintió curiosidad sobre su propia negligencia. Bajo el microscopio descubrió que aquel hongo había aniquilado las bacterias de la muestra, cuestión que hasta ese minuto ninguna sustancia natural o artificial había podido hacer. Sin querer y mediante un clarísimo error, Fleming patentó uno de los mayores hitos de la medicina moderna.
¿Mas ejemplos?
Tenía por encargo descubrir un pegamento extra fuerte, pero uno de los experimentos del químico Spencer Silver arrojó un adhesivo muy suave, así que lo descartó y olvidó. Años más tarde, uno de sus colegas resucitó el invento: en lugar de doblar la punta de las hojas del cancionero de la iglesia, marcó las canciones que necesitaba con pequeños papeles untados con ese adhesivo. No dañaba las páginas, permitía una marcación efectiva y podía retirarse con facilidad sin dejar residuos. Así nacieron los post-it, uno de los accesorios de oficina más vendidos en el mundo.
Sacarle el agua al vino era una práctica usual entre los mercaderes de vino en el s.XII. Así ocupaba menos espacio en los barcos y las cubetas pesaban menos. Apenas llegaban a puerto, volvían a añadir agua al vino destilado para venderlo. La leyenda dice que alguien descubrió un barril olvidado en la bodega cuando el barco ya llevaba meses en altamar y, como no tenían suficiente agua, se arriesgaron a tomar el destilado directo del barril aunque se considerara una aberración. Bienvenido, brandy.
En 1992, la farmacéutica Pfizer probó en adultos de una villa francesa un medicamento creado para combatir la angina de pecho. Con sorpresa y pudor, varios de los hombres testeados comentaron que habían experimentado erecciones tras consumir la dosis. Los encargados podrían haber archivado el impasse como un indeseado efecto colateral o imperfección de la droga, pero decidieron investigarlo y comprobaron que las sustancias utilizadas para la angina, al ser vasodilatadores, podían ser un remedio perfecto para la disfunción eréctil. ¡No se les había ocurrido antes!
Durante la II Guerra Mundial, Percy Spencer fue contratado para investigar los emisores de microondas o magnetrones (generadores de altas frecuencias) con tal de desarrollar un potente radar para EE.UU. Trabajaba en salones de alto resguardo donde no se permitía ingresar con ningún alimento, pero un día Spencer escondió un chocolate en su mochila. Tras trabajar varias horas con el magnetrón, quiso comer un trozo de su barra pero la encontró completamente derretida. En lugar de callar, compartió el resultado de su “negligencia” con los otros ingenieros, lo que dio paso a varios análisis que comprobaron por primera vez la correlación entre las microondas y el alza de la temperatura en los objetos.
En cualquier laboratorio, todos los involucrados deben velar por la máxima higiene, pero no fue el caso de Constantine Fahlberg. En 1879 y luego de hacer varias pruebas de colores con alquitrán –para hacer tintura de pelo–, fue directo a cenar sin lavarse las manos. Todo lo que comía le parecía extremadamente dulce, hasta la sopa y el pan, por lo que encaró a la cocinera. En la pelea, la mujer le hizo ver sus manos sucias, a lo que el tipo se lamió un dedo. Voilá. Por su potencial cancerígeno ya está prohibida en varios países, pero durante muchos años la Sacarina (compuesto derivado del alquitrán) fue el endulzante artificial más popular del globo.
Si bien el tiempo agrega o quita detalles a estas historias para hacerlas más entretenidas de contar, la conclusión es la misma. Los errores son inesperados, dudo que quieras que pasen o los veas venir, pero todo lo sorpresivo, desde lo inocuo a lo trágico, trae consigo el germen de la innovación; ábrete a él. Los científicos más preparados lo saben: entre experimento y experimento, reconocen que es probable que su descubrimiento más notable no tenga conexión alguna con el problema inicial en el que estaban enfocados. Es como si lo hicieran a propósito, como si supieran que dejar espacio para los accidentes o equivocaciones es vital en el proceso. Que distanciarse y/o desviarse es la mejor manera de aproximarse, aunque suene paradójico. Entonces, la próxima vez que creas que te “equivocaste”, piénsalo de nuevo. Detente en qué significa, por qué pasó, qué puedes aprender. Errar es humano, dicen, pero es recomendable y prometedor, agrego yo.