Martín está jugando con su papá en la plaza. Se acerca un perro poodle caminando con su dueño y él pega un gran grito, abraza a su papá rompiendo en llanto y dice “¡no me gusta el perro, dile que se vaya!”. El papá separa bruscamente a Martín y le dice que no sea cobarde, que el perro es enano y que no le hará nada. Que ni las niñitas le tienen miedo a los perros.
En el mismo parque estaba Josefina con su familia y al ver al poodle también lanzó un grito y abrazó a su papá rompiendo en llanto. Él la tomó en brazos y le lanzó patadas al perro para que no se acercara más y exclamó “¡No puedo entender cómo hay gente que deja sus perros sueltos en la plaza! ¡Después atacan a un niño... así ocurren los accidentes!”.
En ambos casos, ni el papá de Martín ni de Josefina supieron enfrentar la situación de miedo de sus hijos. El de Josefina, con su actitud de sobreprotección le transmitió a la niña que efectivamente debe tener miedo a los perros porque son peligrosos e invalidó su capacidad para poder enfrentar el temor, al no estimularla a encarar la situación temida. Por otra parte, el papá de Martín desvalorizó el miedo del niño y no fue capaz de contenerlo, además de invalidar su sentimiento, el cual es completamente normal en los niños pequeños. A su vez, lo ridiculizó comparándolo con una niñita, lo que hace que sienta vergüenza y genere un daño en su auto confianza.
El miedo es una reacción natural del ser humano, una de las emociones básicas que actúa como mecanismo de protección ante las amenaza, ya que lleva a la persona a evitar situaciones de peligro. Es un sentimiento universal y adaptativo que permite protegernos de daños potenciales. Pero como todo en la vida, debe vivirse en una justa medida, por lo que hay que aprender a controlarlo y no permitir que paralice nuestras vidas.
En los niños el miedo es algo frecuente y normal y tiene que ver con el desarrollo del pensamiento, el que le va permitiendo hacerse preguntas respecto a las cosas y situaciones que lo rodean, así como también sobre lo que le pasa en su mundo interno. Éste lo hace capaz de predecir, poniéndose en situaciones más allá de lo que está viviendo en el presente. Por eso los miedos se hacen más intensos a partir de los dos años y se dan fuertemente hasta los cinco, ya que durante dicho período los niños aún tienen mayor dificultad para diferenciar la realidad de la fantasía.
Que los niños sientan miedo es algo muy normal e implica un proceso aprender a regularlo y en esto los adultos son claves. Es necesario contar por una parte, con una figura protectora que reconozca y valide el temor que el niño experimenta y le enseñe a ponerle un nombre a su emoción. Junto con ello es importante que el adulto le ayude a modular esa vivencia, haciéndole darse cuenta de qué es un peligro y qué no y cómo hacer frente a estas situaciones, es decir, cómo salir adelante cuando siente miedo.
Cada persona le teme a cosas muy diversas, en relación a las propias experiencias y situaciones vividas. Sin embargo, durante la infancia existen edades en las que hay ciertos miedos que son muy frecuentes.
Es importante comprender que si bien los miedos en la infancia son muy comunes, hay veces en que éstos se escapan de los parámetros de lo normal y esperable para un niño de determinada edad y es necesario pedir ayuda para que no se instale un cuadro ansioso o una fobia. Se está fuera del ámbito de lo normal cuando la intensidad del miedo es tal que interfiere en forma significativa en el funcionamiento diario del niño, lo incapacita para desenvolverse en su vida diaria y no cede frente a la contención de los padres.
Cuando nuestro hijo está con miedo, se debe tener una actitud equilibrada entre ser capaz de contenerlo, acoger sus miedos, decirle que es normal lo que siente, validando su emoción, pero junto con ello, estimularlo a que entienda que ese temor es parte de su vida y ayudarlo a enfrentarlo. Por ejemplo, si un niño tiene miedo a la oscuridad, decirle que es normal que sienta miedo porque no podemos ver lo que hay, pero que no le pasará nada porque en su pieza todo es seguro, que están ellos para cuidarlo y que no existen monstruos que le puedan hacer algo. Además, se le deja una luz prendida o un “espantacuco” para que pueda ver algo.
En el ejemplo inicial, lo que los papás de Martín y Josefina podrían haber hecho al encontrarse con el poodle sería haber actuado como lo hizo el papá de Paula. Al acercarse el perro y ella abrazar llorando a su papá, él la abraza de vuelta y se pone a su altura. Mirándola a los ojos le dice que está ahí para cuidarla. Que lo que ella siente es miedo, que es normal que le tema porque no conoce al perro, pero que los perros no son malos, son amigos de los niños. De todas formas está bien no acercarse mucho a un perro desconocido. Pero sí que el perro no le hará daño. Así le ayuda a distinguir los peligros potenciales. Le dice que es un perro chico que está amarrado y que eso es distinto de uno grande que anda suelto. También la estimula a enfrentar sus emociones y la acompaña para que pueda seguir jugando en la plaza aunque esté el perro, porque éste no le hará nada.
Como en todo ámbito de la formación de los hijos, tenemos un rol clave a la hora de ser capaces de modular los miedos que manifiesten nuestros hijos. El cómo les enseñemos a abordarlos, qué mirada del mundo les entregamos y cuánta contención les damos, será clave para que ellos puedan desenvolverse en el mundo con una sana precaución pero sin paralizarse por los miedos.