Una amiga me comentaba hace unos días que necesitaba definirse laboralmente: poder decir en una palabra a qué se dedicaba. A mi también me ha pasado: ser una quimera entre ingeniero, escritor y dibujante hace que sea difícil explicar algo tan simple como a qué me dedico. Y no poder hacerlo es un problema, porque los seres humanos necesitamos etiquetar el mundo para poder entenderlo. Necesitamos adjudicarle palabras a aquello que vemos para poder hacerlo real, para poder comunicárselo al resto y para poder entenderlo nosotros mismos. “Bájate de ahí, eso no es una silla” “Me gustas” “Esto ni siquiera debería llamarse comida”. Porque nos damos cuenta del poder que tiene la palabra para hacer reales las cosas. Entendemos que insultar a otro o mentir puede generar un daño, mientras que un halago o una carta de amor pueden hacernos profundamente felices. Lo que no nos damos cuenta es que las palabras que utilizamos para definir el mundo muchas veces no están ni cerca de reflejar lo que realmente ocurre en la realidad.
La palabra tiene el poder de construir realidades. Realidades que necesitamos para poder entender lo que ocurre a nuestro alrededor. “¿Cual es mi profesión?” “¿Qué relación tienen?” “¿Cuál es el diagnóstico?”. Necesitamos poder nombrar las cosas: “Soy ingeniero”, “Somos pololos”, “Tiene déficit atencional”. El ponerle un nombre a las cosas elimina la incertidumbre y nos hace sentir mas seguros, ya que nos da mayor control sobre el mundo. El problema es que la tentación de quedarnos con la etiqueta y descartar la realidad es enorme. Y es ahí donde corremos el riesgo de, por clasificar las cosas en cajas, terminemos mirando solo las cajas en vez de mirar la verdadera complejidad del mundo real. Porque una caja es una caja y no su contenido.
Tenemos una idea preconcebida y genérica de los conceptos: Los ingenieros son cuadrados, los pololos se quieren, los niños con déficit atencional son problemáticos. Lo que muchas veces olvidamos es que esa idea que tenemos en nuestra cabeza es una versión reduccionista de la realidad. No se trata de que estemos definiendo mal los conceptos, ni que nos equivoquemos a la hora de clasificar las cosas, sino simplemente de que sin importar cuanto detallemos un asunto, las palabras nunca serán suficientes para contener su riqueza.
Por un lado, las etiquetas siempre contienen grupos diversos: Hay ingenieros muy flexibles y pololos que se odian; no podemos pensar que todos los elementos dentro de una caja son iguales. Pero más importante aún es entender que las etiquetas simplifican la realidad, que un niño con déficit atencional es mucho más que su diagnóstico. Puede ser alegre o melancólico, extrovertido o reservado, chistoso o serio. Su personalidad se construye en una infinidad de dimensiones que van más allá de su simple etiqueta.
Está bueno usarlas, pero no somos nuestras etiquetas. Tener un talento, un título o un diagnóstico habla de manera incompleta de un solo aspecto de nuestra vida. El desafío no es definirnos, sino conocernos a nosotros mismos. Es entendernos y aceptarnos en toda nuestra complejidad, e incluso en nuestras ambigüedades. No dejemos que nuestras ansias por controlar las cosas nos hagan perder esa riqueza, porque esa es la que nos hace únicos, que nos hace personas. Porque para conocernos las palabras nunca serán suficientes. Necesarias sí, pero no suficientes.