Imagen: TLC/Flickr

El fútbol, sin sufrimiento, no es fútbol

Pese al amor que se pueda tener a una camiseta, no sólo se esperan victorias fáciles. A veces, también es necesaria la incertidumbre y la posibilidad de una derrota para disfrutar de un buen partido de fútbol.

Por Cristóbal Bley | 2014-08-05 | 12:30
Tags | fútbol, hincha, sufrimiento, goles, pasión
"No hay nada que me desespere más que un segundo tiempo sin la amenaza de que el resultado cambie, para bien o para mal"
El fin de semana, al fin, volví al estadio. Después del infinito receso por el Mundial, y sin poder ir en las dos primeras fechas del Torneo Nacional, pude estar de nuevo viendo a mi equipo en la cancha. La fidelidad y esa mezcla de sensaciones —euforia, angustia, nervio, rabia (revoltijo que algunos llaman pasión, pero que yo prefiero no llamarla de ninguna manera, sólo seguir sintiéndola)— no han desaparecido, pero cada año que pasa algo cambia y la experiencia estadio, sin ser mejor ni peor, deja de ser como era.¿Cómo era? Un desaforo de emociones, un sufrir permanente y una espera desquiciada, alimentada por desahogos que no llegaban y frustraciones que sí lo hacían, y todo siempre sostenido por una ilusión de hierro, una corteza de esperanza que me protegía de las derrotas, de los empates, de la realidad. Cada vez, todas las veces, independiente que la semana pasada perdiéramos con humillación o empatáramos con aburrimiento, estaba el presentimiento infundado de que hoy sí ganamos, goleamos, nos destapamos, ¡y nos vamos por un tubo a pelear el campeonato! ¡Dale, oh, dale oh!

Así era. Ahora, parte de esa ingenuidad se ha perdido. La fascinación por ir al estadio y ver a mi equipo, al que en una decisión ridícula, romántica e inquebrantable le entregué mi lealtad eterna, no ha cambiado, pero la disposición con la que me enfrento a cada partido es muy distinta. Hace cinco o siete años, no habían dos opciones: si me preguntaban a qué iba a la cancha, yo decía a que mi equipo gane. Si me preguntan hoy, digo no sé.

¿Qué es lo que espero, detrás de un arco, parado sobre una tabla, cuando está a punto de jugar el club del cual soy hincha? ¿Qué quiero que pase, o que me pase? 

El fin de semana, como decía, volví al estadio y mi equipo ganó. Ganó bien, ganó fácil, hubo goles, hubo lujos, no hubo sobresaltos. El público ovacionó al final, los jugadores saludaron, y yo me sentí defraudado. Perder siempre me da pena pero últimamente ganar me da un vacío. Al menos, ganar de esta manera: sin mayores obstáculos, con un resultado controlado desde el principio y la certeza permanente del triunfo, me aburre. Y dentro mío la contradicción cada vez que un delantero rival se asomaba con algo de peligro en nuestro arco: ¿será una traición querer que nos metan un gol? ¿Es un acto de infidelidad pedirle incertidumbre a este partido que tiene a todos tan felices y extasiados?

Hay gente a la que le encanta. Tener desde el primer minuto la seguridad de un triunfo cómodo, gozar en la quietud de una goleada, disfrutar con la paz de un encuentro sin nervios ni sorpresas. A mí, en cambio, no hay nada que me desespere más que un segundo tiempo sin la amenaza de que el resultado cambie, para bien o para mal. No es que me guste perder sino que me envicia la probabilidad de la derrota. Tenerla cerca, sentirle su aliento.

En el fútbol, mi sentido del espectáculo no se asocia con la superioridad absoluta. Si lo comparo con el cine, ganar un partido por goleada —a menos que sea contra Brasil en su Mundial— es como una comedia que va perdiendo la gracia. Cada gol como un chiste que se hace repetido. No: yo voy por el drama. Superar la adversidad de un penal en contra, resistir la injusticia de un gol mal anulado, imponerse a dos líneas de cuatro y a un arquero imbatible. Sufrir, esa es la palabra. "Maldita es el tierra por tu culpa; con trabajo comerás de ella todos los días", le dijo Yavé a Adán tras morder la manzana. Para gozar, estamos condenados a sufrir. El fútbol, para mí, no es la excepción.