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Gabriel Silber y Daniel Farcas presentaron un revolucionario proyecto de ley que busca prohibir la sal en las mesas de restoranes, fuentes de soda y afines. Los parlamentarios han explicado que el objetivo es modificar los hábitos de los chilenos, que tenemos la mala costumbre de echarle sal a la comida antes de siquiera probarla. La propuesta podría ser vista como una muestra de cuánto tiempo disponen nuestros representantes. Con todo, la iniciativa es más que una anécdota: ella revela fenómenos bien profundos, que guardan relación con nuestra aproximación a la ley.
La idea de prohibir los saleros sólo cobra sentido en un largo proceso de control, cuyos hitos más relevantes son el exilio de los fumadores y la “ley del súper 8”. Este proceso consiste en una intromisión creciente del aparato estatal en nuestros hábitos relativos a la salud. Queremos alejar de nuestra vista a los gordos sedentarios, para que emerjan en su pureza los ciclistas de alimentación ejemplar.
Este proceso encierra varias interrogaciones. Por de pronto, buena parte del progresismo vive en una curiosa tensión: por un lado, intenta ampliar al máximo los márgenes de libertad individual y, por otro, busca manejar nuestras vidas hasta el más mínimo detalle. Así, muchos defienden la legalización de la marihuana y la entrega de la “píldora del día después” a menores, a la vez que abogan por un control estricto sobre nuestra dieta. ¿Cómo explicar que la pulsión puritana conviva tan pacíficamente con cierto liberalismo?
Para complicar más las cosas, el argumento para extender las libertades suele ser que la ley no debe imponer morales particulares, sino recoger las costumbres dominantes. El problema es que la legislación alimentaria supone la premisa contraria: que la ley debe modificar nuestros hábitos en vista de cierta idea de lo bueno.
Es posible pensar que, en general, las sociedades contemporáneas viven atrapadas en esta paradoja: renuncian al papel configurador de la ley en todo lo que toca a problemas morales (que serían de arbitrio estrictamente individual), mientras lo reivindican en todo lo que respecta a la salud física (al fin y al cabo, el Estado debe asumir los costos). Por cierto, la distinción radical entre lo moral y lo físico está lejos de ser evidente, como lo prueba el caso de la marihuana.
Pero el problema central va por otro lado: cuando la moral es expulsada por la puerta, siempre se las arregla para entrar por la ventana. Por eso es tan peligroso creer en esa ilusión según la cual la ley podría ser neutral: la ley no es sólo un mero indicador de lo que la sociedad efectivamente es, sino que también indica una dirección o, si se quiere, una aspiración. El olvido de esa doble dimensión nos hace ensañarnos con el fumador-adicto-a-la-sal, al mismo tiempo que creemos que la legalización de la marihuana no tendrá ningún efecto negativo. Una visión más equilibrada no sólo nos ahorraría la esquizofrenia implícita, sino que también nos permitiría comprender mejor la complejidad inherente a toda legislación.