Hoy en día, y dado los avances de la medicina, es común escuchar personas que tienen temor a que su vida sea prolongada de manera artificial y que su familia gaste sus ahorros y se endeude pagando meses y meses en la clínica, cuando el diagnóstico es irreversible. Este sentir es uno de los argumentos populares a favor de la eutanasia y también se usa para criticar a los grupos conservadores y ligados a la iglesia Católica por no apoyar el “derecho a una muerte digna”.
Sin embargo, los sectores contrarios a la eutanasia en ningún caso son partidarios de alargar la vida a como dé lugar. Es más, sobre todo para los pensadores que profesan la fe católica, la muerte es parte de la vida y, por lo tanto, plantean que el ser humano debe respetar cuando llega su momento. Incluso existe un término médico -independiente de lo religioso- que se refiere al uso desproporcionado de tratamientos, es decir, cuando no hay base científica para pensar que su aplicación vaya a mejorar el estado del paciente. Este término es el escarnecimiento terapéutico o ensañamiento terapéutico y es considerado una mala práctica médica porque sólo interfiere en el curso de la enfermedad, alargando de manera inútil un proceso que naturalmente llevará al paciente a la muerte.
Es legítimo preguntarse cuál es la diferencia entre no aplicar el tratamiento (que puede ser un trasplante, ventilación mecánica, una intervención quirúrgica, etc.) y llevar a cabo una eutanasia, pues ambas decisiones derivan en la muerte de la persona. La distinción sustancial radica en la intención: la eutanasia es un acto que busca matar al paciente, en cambio la no aplicación del tratamiento el médico sólo elije no hacer una intervención inútil y permite que el paciente muera. En situaciones menos límites, pero siempre en casos de personas que tienen casi nula posibilidad de mejoría, el paciente siempre puede rechazar una intervención. Este factor de la voluntad del paciente muchas veces es el definitorio para decidir, por ejemplo, si probar o no un tratamiento invasivo cuya eficacia no está demostrada, pero que a lo mejor podría ayudar. Habrá pacientes que pedirán que se haga todo lo posible –lo cual hará que el beneficio sea mayor al costo- y otros demandarán que, intentadas las maniobras normales, se opte por la aceptación. Eso no es eutanasia ni suicidio asistido, pues no se están llevando a cabo acciones para acelerar la muerte.
Todo esto contribuye a que la muerte –que puede entenderse como un momento o como un proceso- sea vista como un eslabón de la vida de la persona. Algo que es natural que ocurra. Por lo mismo, está visión no acepta el concepto del “derecho a una muerte digna”, que postula que cada persona tiene derecho a elegir cómo morir y cuándo morir. Se habla, en vez, del “derecho a morir con dignidad”, que se refiere a que la forma de morir esté a la altura de la dignidad humana. Ello significa que el personal de la salud debe hacer grandes esfuerzos por permitir un ambiente de recogimiento, ofrecer apoyo psicológico o religioso, facilitar el encuentro con los familiares y, por supuesto, enfocarse a aliviar el dolor y dar comodidad al paciente en sus últimos momentos. También implica un rol importante para los familiares y cercanos al paciente, cuya contención y cercanía sin dudas hace más llevadera la espera.
Las personas contrarias a la eutanasia plantean que este tipo de cuidados y acompañamiento, más la idea de aceptar la muerte como parte de la vida, es lo que dará paz al paciente. Por el contrario, argumentan que muchas veces la petición de eutanasia no tiene relación con una voluntad libre de querer morir, sino con temores, desgaste emocional, deseos de control, depresión y dolor insoportable. Todas, variables que un adecuado cuidado médico y el apoyo de seres queridos podrían apaciguar.