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El martes pasado vi salir el sol, desde mi terraza, con un tazón de café en la mano. La Alameda, abajo, ya había despertado: de la boca del Metro, cual hormiguero, entraba y salía gente.
Las micros y los taxis le sacaban el jugo a su hora punta. A la Casa Central de la Universidad Católica comenzaban a llegar los futuros abogados –se les identifica por la forma de caminar, espaldas rectas-, y periodistas (si no van twitteando desde el celular, van fumando con audífonos puestos). Desde el piso 11 miraba cómo la ciudad se va poniendo en marcha, a un ritmo más acelerado del que propone el sol.
En vez de apagar la luz a las 00:00, la noche anterior me había acostado a las 21:30 horas. Y dormí las mismas ocho horas que suelen recomendar nuestras madres y los especialistas, valga la redundancia. Es decir, me levanté a las 5:30, mucho antes que los gallos, casi como si fuera panadero. El café en el balcón, de hecho, era el segundo del día. ¿Qué diantres me picó? Nada. Sólo decidí probar qué se siente ser madrugador en lugar de noctámbulo.
El ejercicio fue relativamente sencillo. La clave, creo, estuvo en dejar el despertador lejos de la cama… para obligarme a salir de ella. De ahí a la ducha, y listo. Estaba en pie. Tostadas con paté, un capuccino, jugo de naranja y un plátano. Dicen que el desayuno es la comida más importante del día, así que le di el tiempo que se merece. Luego, a leer los diarios. A las 6:10 ya estaba al tanto de lo más relevante. Entonces me puse a responder los mails de remitentes noctámbulos: el último me había llegado a las 1:43 de la mañana, mientras yo estaba en el quinto sueño.
No sabría cómo explicarlo, pero esas horas me parecieron más provechosas, como más largas. Me cundió un montón: lavé platos, organicé dos reuniones, confirmé un almuerzo, avancé un capítulo de la novela que estoy leyendo (“La música de azar”, de Paul Auster) y busqué documentación para escribir esta columna. No pretendo convencerlos de que es mejor ser madrugador que noctámbulo, porque entiendo (y conozco) personas a las que les cunde más la noche. Son “más búhos que alondras”, como diría un siútico. En mi caso, la experiencia fue sorprendente y gratificante.
Buceando en la web (ya eran las 7:15), me topé con un posteo del bloguero Leo Baubata, especializado en técnicas zen para vivir mejor. Además de recomendar la vida matutina –destaca, entre otras cosas, que la productividad es mayor y los traslados por la ciudad más expeditos-, el autor entrega algunos tips para conseguir ese “minuto heroico” que significa el saltar de la cama aunque las sábanas lo atrapen a uno, como un pulpo de algodón.
Según Baubata es mejor comenzar sin cambios drásticos de horarios, ajustando el despertador paulatinamente, día a día, 15 o 30 minutos antes de lo habitual. Y apunta: “No racionalice. Si permite a su cerebro persuadirle para no madrugar, nunca lo hará. No convierta volver a la cama en una opción”. Otro consejo: “Encuentre algo que sea agradable para usted, y permítase hacerlo como parte de su ritual matutino”. Leer, meditar, bailar, hacer ejercicio, escuchar música… eso funciona como “recompensa” al esfuerzo de madrugar.
En la vereda opuesta, y sorprendido de recibir un mensaje mío en su celular a las 6:30 AM, estaba mi amigo Juan Pablo. Según él, y le creo, su trabajo le cunde mucho más de noche, precisamente porque hay más gente despierta y las horas laborales se pueden “alargar a gusto”, en contacto directo con otros: “Suelo apagar la luz a las 2:30 de la mañana, con todos los pendientes ya abordados. Me duermo con la satisfacción del deber cumplido. Y me levanto a las 9:30. Estoy acostumbrado a este ritmo, a pesar de que entiendo que sería más sano bajar revoluciones más temprano”.
Con la mano en el corazón, admito que después de las 22:00 horas suelo perder el tiempo de manera consciente, viendo televisión o chateando por WhatsApp. La inversión que hice el martes al cambiar esas horas por las de la mañana fue negocio redondo. Y es algo de lo que no me habría dado cuenta si nunca lo hubiese intentado en serio. Esa es la propuesta que quiero hacerles: que hagan el mismo ejercicio para saber –con antecedentes concretos- si son noctámbulos o madrugadores… porque la metamorfosis, finalmente, es posible.
Se los digo yo, cuando son las 8:30 AM y voy saliendo en bici, y sin prisas, a una reunión de trabajo.