Bitácora de un dormilón: ¿Es recomendable la siesta?

Miguel Ortiz decidió "dormir para creer" y comprobar los beneficios de dormir una buena siesta de 20 minutos al día. Esto fue con lo que se encontró.

Por Miguel Ortiz A. @ortizmiguel | 2014-10-08 | 16:48
Tags | siesta, miguel ortiz, dormir, descanso, vida sana

Fueron siete días non stop, incluyendo el fin de semana. Nunca he acostumbrado dormir siesta, y por eso quise hacer la prueba. Había leído sobre los beneficios de dormir en mitad del día, pero me costaba confiar en que fueran ciertos. ¡Necesitaba “dormir para creer”!

Siguiendo los consejos de los expertos, comencé el martes de la semana pasada con mi primera siesta: el despertador se encargaría de que fueran sólo 20 minutos diarios. ¿Quieren saber qué sucedió?, ¿cómo me sentí?, ¿qué utilidades tuvo? El siguiente es un pormenorizado registro de mi bitácora de sueño.

Día 1:

A las 14:30 me saqué los zapatos, me tumbé en un sillón, me tapé los pies con una mantita… ¡y desperté casi tres horas más tarde! Nunca sentí la alarma. Una mancha de baba sobre el cojín dejaba en evidencia cuán profundo había sido mi estado de inconciencia. Abrí los ojos con el cuerpo cortado, completamente confundido. No fue hasta que me lavé la cara con agua fría que entendí la situación. Mi primera vez fue un desagrado. ¿Podría agarrarle el gusto a la siesta?

Día 2:

El almuerzo lo acompañé con una copa de vino, lo que facilitó mi disposición a probar con una segunda siesta. Antes de cerrar los ojos, chequeé bien que el despertador estuviera activado. Me acurruqué, casi en posición fetal, y me dejé llevar por el ritmo pausado de mi respiración. No habían pasado ni 30 segundos –esa, al menos, fue mi sensación- cuando sonó la alarma. ¡¿QUÉ?! Imposible… habían pasado 20 minutos y yo ni me había dado cuenta. Entonces me surgió una pregunta: si no me di cuenta de que dormí, ¿descansé realmente?

Día 3:

El jueves me había levantado al alba, muy muy temprano, para llegar puntual a hacer clases. Por eso a las 14:00 horas mi cuerpo me exigía un descanso… y por eso me quedé profundamente dormido apenas apoyé la cabeza en el cojín. Fue un sueño extraño, liviano, como de seminconsciencia, muy placentero. Confieso que utilicé dos veces el snooze del despertador (el mejor invento de la humanidad, después de la Nutella), y alargué mi siesta en diez minutos. Al levantarme, sentí que estaba listo para comenzar de nuevo, con mejor disposición para seguir trabajando.

Día 4:

El viernes probé la opción de dormir la siesta sentado, apoyado hacia atrás. Me costó más quedarme dormido, pero me costó mucho menos levantarme. La posición horizontal, al parecer, actúa como imán para un sueño más profundo. Me sentí menos atontado. Y las pilas me quedaron recargadas para el carrete de esa noche, que se prolongó sin problemas hasta las 2.30 de la mañana.

Día 5:

Amanecí con sueño el sábado, a eso de las 11:00. Tomé desayuno y salí a hacer deporte. Antes de almorzar traté de leer un rato, pero no podía concentrarme. Entonces adelanté la siesta para antes de almuerzo: cerré las cortinas y las pestañas a las 14:00. La luz entraba por la ventana. Cuando sonó el despertador, estuve a punto de tirarlo por el balcón. El mal genio se había apoderado de mi y el hambre empeoraba las cosas. Me preparé algo para comer y me hice un café bien cargado. No había caso: la siesta me dejó atravesado, enojón, con ganas de nada.

Día 6:

A estas alturas ya debería haber sacado algunas conclusiones sobre la “tarea” de dormir siesta, pero lo diverso de las experiencias me hacía imposible detectar si mi humanidad aplaudía o rechazaba la oportunidad. El domingo leí durante toda la mañana y luego me fui de pic-nic al Parque Bicentenario, con mi mamá y una tía. Ahí, de guata al sol y sobre el césped, descansé durante 25 minutos. El aire libre me relajó y desperté inspirado, con ganas de hacer deporte. Es increíble el poder que tiene el hacer contacto con la naturaleza.

Día 7 y final:

La siesta del lunes la hice “profesionalmente”. Me puse pijama y me metí dentro de la cama, con mi pieza completamente a oscuras. Una decisión peligrosa, claro está: se haría muy tentador no volver a levantarse hasta el día siguiente. Pero no fue así. A los 20 minutos sonó mi alarma y sin quejarme me levanté y me lavé la cara. Con agua tuve que bajarme el mechón de pelo parado que me dejó la almohada. Al mirarme al espejo, sonreí: esto de dormir más me estaba empezando a gustar. Tras una semana de práctica, ya le había agarrado el ritmo al asunto.

Día 8 (bonus track):

Ayer también dormí siesta. Y es probable que hoy, apenas termina de escribir esta columna, también lo haga. No me juzguen. ¡Es mi vida!