Imagen: Rodrigo Avilés

Las cosas que pensé durante las 24 horas que estuve sin celular

El celular de Miguel Ortiz murió por 24 horas y en esta columna, describe el tortuoso camino que lo llevó hacia su resucitación.

Por Miguel Ortiz A. @ortizmiguel | 2014-11-26 | 11:08
Tags | celular, smartphones, miguel ortiz, teléfonos, internet, tecnología, whatsapp

Si hubiera sabido que la “amputación” duraría sólo 24 horas, hubiese preferido quedarme sin la mano izquierda, o sin orejas… o tuerto. Pero lamentablemente el destino me golpeó donde más duele: en mi celular. Simplemente se apagó, murió, feneció, se desvaneció sin previo aviso. Mi iPhone cloteó y yo –todavía recuperándome de la pena y preso del pánico- debía aprender a vivir sin él.

Es peor que se te muera el celular que la mascota. En serio. Porque un gato o un perrito, si bien ofrecen cariño, no te guardan los contactos, ni te muestran videos en Youtube. Un conejo, por muy peludo que sea, no te permite whatsappear con tus amigos o llamar a tu mamá. Y si se te muere el canario, compras otro, pero si se te muere el teléfono… necesitas un trasplante. Porque los celulares son eso: un órgano más de nuestro cuerpo, una extensión artificial para nuestra anatomía que cumple funciones indispensables para desempeñarse medianamente bien en la vida actual. Los celulares son como un marcapaso, un añadido tecnológico sin el cual ya casi no podemos desenvolvernos.

De eso me di cuenta cuando quedé incomunicado, el martes. Desesperado, lo conecté a la corriente y le apreté todos los botones (en realidad el único que tiene) intentando reanimarlo, pero nada fue suficiente. Mi Smartphone estaba en coma, con muerte clínica… cuando lo desenchufé, en una decisión tecno-eutanásica, no se volvió a iluminar ningún rincón de su rostro. Y mi reacción instantánea fue querer twittear la macabra noticia, para recibir el pésame, pero no podía twittear. Quise llamar a mi hermano Eugenio, seco en cuestiones tec, para preguntarle qué podría haber pasado, pero no podía llamar ni whatsappear. ¿Un tutorial en internet con las soluciones a mi problema? No tenía dónde verlo. Tampoco podía revisar mi agenda y ver las actividades que tenía esa tarde, ni revisar los correos electrónicos, ni subir fotos a Instagram, buscar una dirección en el mapa, leer noticias, escuchar música relajante en Spotify… ¡ni siquiera podía saber la hora!

Miren a su alrededor: somos una sociedad smartphone-dependientes. Todos vamos leyendo pantallas, con el teléfono en la mano. Incluso los libros y diarios, ahora los leemos en el celular. No exagero cuando digo que el teléfono, hoy, es más útil que algunas partes de nuestro cuerpo, como los meñiques, los pezones masculinos, las muelas del juicio o el apéndice. Con la mano en el corazón, respondan: ¿Qué prefieren, vivir el resto de sus vidas sin celular o sin cejas? Yo no lo pienso dos veces.

Fue recién al día siguiente que tuve tiempo de acudir a una tienda, en busca de orientación. Fue como entrar a una clínica, o a una funeraria. El dependiente tomó mi teléfono con cuidado y respeto –el cuerpo ya estaba frío- y le apretó el ombligo durante 15 segundos. Entonces mi iPhone parpadeó, como la Bella Durmiente tras el beso de verdadero amor, se encendió una manzanita blanca, señal de vida, y poco a poco se incorporó, hasta que el 3G le devolvió su alma y las 800 campanitas de los whatsapps recibidos simultáneamente entonaban una suerte de “Aleluya” terrenal.

Entonces me acordé de Jorge Luis Borges y su icónico cuento “El Aleph”, escrito en 1949. Revisado hoy, creo, funciona como una predicción de aquel invento que revolucionaría las comunicaciones 50 años después: el teléfono celular. Así lo describió el escritor argentino: “En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó…”.

¿No es acaso el Aleph un iPhone último modelo, el que Apple lanzará al mercado en algunos años más? Yo creo que sí. Y eso me asusta.