Hace poco más de un año estuve internado en el hospital Horwitz, por un intento de suicidio. En el Horwitz caía casi de todo. Pero la gran mayoría era gente pobre, bien con esquizofrenia, bien con problemas de adicción. Por bastaste tiempo fui el único profesional (Profesor) internado en el Sector 3.
Entre el primer grupo había un delincuente con un prontuario larguísimo. Es común que al ser detenidos simulen ataques de histeria, y comiencen a cortarse los brazos con cuchillos previamente dispuestos para ello. En el caso particular del que hablo, al parecer fue un ataque histérico auténtico.
Cualquiera podría decirse que fue una compañía inusual para ambos, pero nos unía el amor por Julieta, la gata regalona del sector. Cada día éramos Romeos agasajándola con comida, cariños y juegos.
Un día que perdí a Julieta, acompañé a ambos en su sala, resignado a acariciarla en territorio ajeno. De la nada, engatusado por ella, me contó que en su casa tenía cinco gatas, todas operadas, y de bonito pelaje. Amaba a cada una de ellas. Quizás, más que a su familia, por lo que me comentó después.
Su vida criminal comenzó cuando un tío lo sacó de primero medio y se lo llevó a Suecia, a "trabajar" de lanza. Ahí terminó su educación académica y comenzó la criminal. En el hospital estaba en juicio por robo con violencia doblemente agravado, lo cuál él mismo no sabía que significaba y demandaba ver a su abogado para que le explicara de qué carajo lo acusaban. Lo único que él sabía es que había robado a una gasolinera con arma y compañía.
Pero la criminalidad que se había instalado en él era de carácter corrupto. Su corrompida visión del mundo era un perpetuo estado de guerra, social y cívica. Lo perseguían por ejercer el único oficio que tuvo la oportunidad de aprender. Alumno de su tío, fue escalando en la morbosidad del crimen. En vez de castellano (era analfabeta) aprendió lanzazo. En vez de matemáticas, hurto. En vez de historia, manejo de armas blancas y de fuego. El hospital psiquiátrico era el único respiro de la vida criminal. Y el único lugar donde su ser estaba en sosiego. Nunca agredió, amenazó o le hizo daño a alguien. No lo necesitaba. La seguridad era tan baja que incluso yo, medio sedado, lograba salir del hospital a comprar chocolates a un supermercado cercano.
Él no salía. Mientras para los demás el hospital era una cárcel, para él era la libertad. La camisa de fuerza de la bravata no era necesaria, y lograba hacer amistades. Afuera, era tierra de nadie. No podía confiar en nadie en el exterior. Adentro, los enfermeros lo saludaban por su nombre, y él devolvía el saludo con una sonrisa genuina. Hasta tuvo una polola.
Una vez me contó que "hacía lesos" a la gente haciendo anillos con monedas de quinientos pesos y luego vendiéndolos a cinco mil pesos. Sacaba con fuerza la pieza central de la moneda, y con esfuerzo esculpía del material sobrante anillos con diseños de fantasía. Para él era un engaño, nunca reparó que los cuatro mil quinientos pesos era el valor de un esfuerzo y trabajo honesto. En la mentalidad del cada uno a su santo, el trabajo honesto era incapaz de generar beneficios, por lo tanto para él la artesanía no podía ser un trabajo honesto.
Sabía que eventualmente el juicio terminaría sin haber visto siquiera al juez, pero su consuelo era la posibilidad de poder estudiar en la cárcel, completar su educación básica, y lucir con orgullo su diploma. Tiempo tenía, le esperaban desde cinco años y un día hasta veinte años.
Pero le tengo fé. Sé que no entrenará a nadie en el crimen. Las esposas que lo ataron a la delincuencia en su familia no se las entregará a nadie. Aunque no sepa ser honesto, sabe diferenciar el bien del mal.