¿Qué sentido tiene sacar fotos?, ¿para qué las queremos?, una vez que las tenemos ¿las revisamos?, ¿las imprimimos?, ¿las publicamos?, ¿cuántas fotos tenemos acumuladas?, ¿cuál es la foto más valiosa que poseemos?, ¿y la más absurda?
Estas y otras preguntas me surgieron el fin de semana. Fui a misa dominical en la iglesia de San Francisco, en la Alameda, un templo que es patrimonio histórico y cultural. Sentado en la última banca pude ver que un turista chino entró con la cámara de fotos pegada a su rostro, tomando imágenes, y avanzó así por toda el ala lateral, pasó frente al altar mayor (siguió sacando fotos), y salió 3 minutos más tarde sin haber nunca visto las cosas con sus propios ojos. No se detuvo ni por un segundo a disfrutar de la arquitectura o de la magnífica ornamentación sacra. Lo registró todo, y se fue.
En el caso de este ansioso chinito, las fotografías no le servirán como detonantes de recuerdos (una de las razones por las que muchos de nosotros sacamos fotos). Porque él realmente no ESTUVO en la iglesia, no tiene ningún momento para recordar. Y esas fotos, seguramente, terminarán olvidadas en una carpeta llamada “Santiago de Chile” en un computador de Pekín. ¿Qué quiero decir con esto? Que muchas veces nos perdemos el disfrutar de buenos momentos por la torpe obsesión de fotografiarlo todo.
Es más: me atrevería a decir que de mis mejores recuerdos… no tengo fotografías.
Es cierto, el hecho de que ahora casi todos los celulares tengan una cámara incorporada, hace más fácil y tentador el retratar los buenos momentos. Pero también me parece atractivo pensar como lo hacen algunas cultural indígenas: que las fotos “nos roban” el alma… o al menos “matan la magia”. Hay lugares, situaciones, segundos, personas y momentos que es mejor no fotografiar, dejarlos sin registro, para conservarlos en nuestra memoria de un modo ideal, romántico, difuso pero auténtico. ¿Me explico?
Voy a poner un ejemplo: una selfie con la polola, el día del primer aniversario, en la playa, con la puesta de sol atrás… es la manera perfecta de arruinar un momento especial con tu polola, el día de tu primer aniversario, mirando juntos la puesta de sol.
Ayer vi otra cosa que me llamó mucho la atención: personas sacándose fotos con el Costanera Center como telón de fondo. ¿Lo encuentran bonito?, ¿cómo un recuerdo de “estuve en Santiago”?, ¿en serio? En fin, sobre gustos no hay mucho escrito.
Voy ahora con mi propuesta. Se trata de una nueva forma de utilizar la cámara del celular. Imaginen que la cantidad de fotos que pueden sacar no es infinita. Imaginen que, a partir de ahora, sólo tienen 36 fotos más, tal y como sucedía antes, con los rollos. Que si una foto salía mal, sólo nos dábamos cuenta al revelarlas. No está permitido repetir tomas: si sales feo, sales feo. Si sales con los ojos cerrados, fregaste. Foto sacada, foto que se queda en tu celular. Y así anda dosificando, como un juego. Juega a la cámara antigua, a la que te daba menos opciones, a las que no tenía filtros. Y así, de paso, irás tomando menos fotos… tomarás sólo aquellas fotos que valen la pena, sólo fotos “únicas”, arriesgadas, divertidas.
En mi caso, el “rollo” de 36 fotos me duró casi tres semanas. Y hoy las reviso, y me da gusto volver a recordar. Sobre todo por esos momentos hiper especiales en los que no saqué el celular y simplemente disfruté.
¿Se animan?