Imagen: Gojko Franulic

Epifanía de una improductiva

Te estresas si haces cosas, es la ley del mundo moderno e industrializado, pero no cantes victoria si no hace nada. El estrés y las dudas siempre encuentran la forma.

Por Javiera Donoso | 2015-02-16 | 15:27
Tags | vida, trabajo, eficiencia, relax, ocio, logros, exigencia
Cuando tenga sesenta y tantos años, voy a ser una mujer jubilada que lleva tanto tiempo “consiguiendo cosas” que ni siquiera voy a saber qué hacer cuando ya las conseguí todas.

Es una historia tan vieja como el tiempo mismo: tengo todo lo que necesito, he conseguido todas las cosas que me he propuesto en los últimos años y no sé qué hacer con mi vida. Es parte de novelas reflexivas y películas de esas lentas sin música y quizás hasta podría ser una balada. (“Problemas de primer mundo, la balada”, patente pendiente).

Es de esas cosas que no consideras que pueden llegar a ser un problema, una de esas experiencias que uno le achaca a  esa extraña necesidad que tenemos de tener problemas (si no está ahí, voilá, lo inventas). O por lo menos es lo que pensaba, hasta que pasó.

Siempre he sido tan floja que bordeo las úlceras por falta de movimiento, así que siempre di por sentado que no hacer nada iba a ser una especie de paraíso en la Tierra. Mi mamá no me está obligando a irme, no tengo a nadie que alimentar/vestir/educar y por primera vez en años no estoy ahorrando para nada.

En mi eterno culto a la Ley del Mínimo Esfuerzo, siempre pensé que no hacer nada entremedio de bloques de tiempo de hacer cosas sería hermoso. Pero no. Salí de la práctica profesional y la ceremonia de titulación con un montón de ideas y proyectos, hace unos dos meses, y aquí estoy: hay más tazas encima de mi escritorio que papeles (y ya es agotadora la cantidad de papeles), el suelo de mi baño está lleno de libros (empecé a clasificarlos, tipo biblioteca pro, pero desistí) y mi piso está lleno de masticables (el Fantasma de Halloweens Pasados).

Se me ha inculcado desde siempre ser una persona productiva. Una persona que “hace” es una persona que “aporta”. ¿Y qué eres si no aportas? Si voy a un cumpleaños y conozco a alguien nuevo, lo primero que me preguntan es “¿Qué haces?”, porque pareciera que así nos definimos. Es el centro. Y ahora que el gigantesco, vigilante ojo de la auto-conciencia (llamémoslo Sauron) está encima de mí, ¿qué le contesto?

¿Qué haces?

Nada.

Afortunadamente, este no está destinado a ser un artículo deprimente. Tuve una epifanía, mientras buscaba un masticable rojo entre el mar de masticables de plátano en el suelo: no quiero ser una vieja amargada.

Entré al colegio cuando tenía cuatro años y pasé los siguientes 14 estudiando. Para entrar a la universidad. Después, pasé cinco años ahí. Para conseguir un trabajo. Cuando consiga un trabajo estable (dedos cruzados), voy a pasar quién sabe cuántos años trabajando. Cuando tenga sesenta y tantos años, voy a ser una mujer jubilada que lleva tanto tiempo “consiguiendo cosas” que ni siquiera voy a saber qué hacer cuando ya las conseguí todas.

Y dependiendo de cómo cuide mi salud por las próximas décadas (proyecto que no va muy bien, tampoco) ¡ni siquiera voy a poder comer masticables!

Así que propongo un nuevo modelo: no nos enseñemos a nosotros mismos sólo a conseguir cosas. No dejemos que lo único que programamos en nuestros cerebros, nuestros cuerpos y nuestras relaciones sea “hacer cosas”. Quizás algo útil sería aprender a no hacer nada y no colapsar en el intento. Inevitablemente va a llegar el punto en que tenga que sentarse y hacer nada. Después de todo (si se me permite ser cursi), ni siquiera los mejores trenes corren para siempre, ¿cierto?

No estoy diciendo que todos dejen su trabajo (la Madre Economía no lo permitiría), pero si está en una situación similar, si cree que una pausa en el trecho es el fin del mundo y que le quita algún valor en alguna escala imaginaria… Relájese. Búsquese algún masticable rojo en el montón y hágase amigo de Netflix.

¿Yo?

Creo que mañana voy a ir al Planetario. Y después veo qué hago.