Quiero presentarles a una viejita japonesa de nombre Yayoi. Tiene 85 años y es fea y divertida. Usa una peluca roja y está loca: a tal punto que, de manera voluntaria, pasa sus días internada en un centro psiquiátrico. Hoy Yayoi está en boca de todos porque su exposición “Obsesión infinita” –la misma que ha recorrido el mundo entero- fue inaugurada en Santiago, en el Centro de las Artes 660.
Su apellido es Kusamay en su currículo puede jactarse (sin exagerar) de ser vanguardia artística, una precursora del pop art, el minimalismo y arte feminista. No cualquiera puede decir, por ejemplo, que sus obras influyeron de manera poderosa en el trabajo de Andy Warhol y YokoOno. Esta japonesa es seca. Fue la cuarta hija de una familia muy conservadora. Durante su infancia –según ella misma confesó años después- sufrió de alucinaciones y trastornos obsesivos con tendencias suicidas. Cuando aún era una niña fue víctima de abusos por parte de su mamá… razón por la que muy pronto se fue de casa para estudiar en la Escuela Municipal de Artes y Artesanías de Kyoto. De carácter rebelde y desestructurado, Yayoi odiaba el sistema de enseñanza “maestro-discípulo”. Hasta el día de hoy, cuando le recuerdan aquellos años, dice que le dan “ganas de vomitar”.
Y así comenzó una carrera tan exitosa como impúdica, en la que expone sin tapujos sus muchas obsesiones, siempre utilizando los lunares –que ella caprichosamente denominó “polka dots”- como puntos de fuga para sus miedos. ¿El resultado? Cuadros que descolocan, instalaciones que sumergen al espectador en ambientes nuevos, incómodos y creativos. Un ejemplo: su “Phalli’s Field” o “campo de falos”, en el que Yayoi encierra al público en un habitáculo de espejos, con el suelo plantado con cojines blancos y lunares rojos. El efecto es sobrecogedor e inquietante. En otra sala Yayoi dispone algunos muebles sencillos (mesas, estantes, sillones) tatuados con cientos de lunares fluorescentes, que brillan con una luz ultravioleta. El lugar, ha contado su creadora, está constantemente habitado, pero nadie se percata de la presencia humana… por eso bautizó la instalación con el nombre “Aquí estoy, pero nada”.
El lunes, recién inaugurada en Las Condes, visité la exposición, y hoy quiero darles cuatro razones para no perderse este alucinante panorama:
1. Enfrentar nuestros miedos:
Yayoi Kusama desnuda sus temores como pocos artistas han osado hacerlo. Reconoce, por ejemplo, que el sexo es algo que la obsesiona… y habla sin vergüenza de la adicción a la comida y a los comportamientos compulsivos. La gracia, sin embargo, está en que ella logra transformar todo eso en arte. Enfrentados al panorama que les pinta, los espectadores de su obra sienten que sus propios miedos son más pequeños y fáciles de abordar. Me atrevería a decir que “Obsesión infinita” es una muestra terapéutica, en la que uno es capaz de medir su propia locura.
2. Entretenido e interactivo:
El recorrido unidireccional de la exposición nos va encaminando por salas misteriosas, pasillos oscuros y rincones imposibles. Recomiendo vivir la experiencia sin tomar fotografías –un comportamiento obsesivo que se puede desatar con inusual facilidad-, para disfrutar de las atmósferas y sentir cómo el arte puede ser envolvente y contagioso. En uno de los últimos salones se tiene la oportunidad de pegar lunares de colores sobre objetos blancos y así ser responsable de una metamorfosis permanente, reflejo del modo en que nuestro entorno se va modificando sin que nos demos cuenta.
3. Arte en su estado más puro:
Como pocas exposiciones que llegan a nuestra capital, la de Kusama es arte químicamente puro. La curatoría y el montaje son impecables. La visita es una experiencia única, además de gratuita (planifica tu visita). Es como ir a un museo y sentirse gratamente estafado: hay poco para ver pero demasiado para interpretar. La conversación, al salir, es espontánea. Nadie queda indiferente.
4. ¿Y si es una broma?
¿No estará Yayoi riéndose de nosotros?, ¿y si sus cuadros, en vez de tesoros, son mamarrachos sobrevalorados?, ¿puede hasta un niño pintar lo que ella pintó?, ¿y si en realidad no está loca y nosotros, ingenuos, hemos caído en su trampa?, ¿no seremos nosotros otra de sus obsesiones, otro de sus lunares? Kusama, finalmente, nos obliga a mirarnos al espejo, a enormes espejos que multiplican el espacio de manera infinita y nos hacen sentir vulnerables, pequeños, insignificantes, frágiles ante la enormidad del arte. Y esa sola sensación… ¡por Dios que vale la pena!