Imagen: Gojko Franulic

De SQM a SQP: la manía por encasillar

¿Sólo somos una profesión? ¿Nuestro pasado obliga a hacer lo mismo en el futuro? ¿No se puede ser liviano y profundo a la vez? Mane Cárcamo enfrenta nuestra absurda tendencia a encasillar a las personas y nos recuerda que en la variedad está el gusto.

Por Magdalena Cárcamo @manecarcamo | 2015-04-27 | 11:00
Tags | prejuicios, sociedad
"Defiendo una categoría de personas que bajo mi visión, son las más atractivas y honestas (...) Porque a veces hay que gozar y otras hay que pensar. Y ojalá la mayoría de las veces gozar pensando"

Siempre me ha llamado la atención cuando algún periodista de matinal se niega a bailar el Uptown Funk por miedo a “desperfilarse”. O cuando a Ena Von Baer la hicieron pebre por posar en una revista de papel couché (reconozcan que lo habrían hecho igual aunque hubiese aparecido de portada de la revista Times). Tampoco entiendo cuando quienes son detractores del liderazgo de Ana María Gazmuri en su campaña por despenalizar la marihuana cada vez que pueden, le sacan a relucir sus participaciones en “Teatro en Chilevisión” o su maravilloso (según mi parecer) personaje de Fernanda en “Bellas y Audaces”. Como si ese pasado sólo le permitiera preocuparse de la farándula y la TV.

¿Acaso los seres humanos sólo nos definimos por nuestros trabajos y no podemos cruzar veredas intelectuales? ¿Una abogada de DDHH no tiene derecho a gozar con “Rápido y Furioso 7”? ¿Estamos determinados a vivir de cierta manera por el título que cuelga (o no) en nuestras oficinas?

Mi tema es que si eres bailarín no puedes hablar de política y si eres profesor universitario no puedes tomarte una piscola. Nos gusta encajonar a la gente. Meterla en bolsillos. En los de acá los inteligentes, en los de allá los banales.

A mí me aburre esa gente que mira con desprecio a quienes amamos con intensidad los resorts y sus pulseras de 11 poderes. También me aburre la que conoce hasta el RUT de la vendedora de Zara. En verdad me aburre la poca variedad. Y por eso defiendo una categoría de personas que bajo mi visión, son las más atractivas y honestas. Esas que no tienen que demostrarle nada a nadie y también tienen que demostrarlo todo. Porque a veces hay que gozar y otras hay que pensar. Y ojalá la mayoría de las veces gozar pensando. Y en tenerlo claro está la gracia.

Aplaudo al biólogo que el domingo ve Tolerancia Cero y después sigue con un capítulo de Modern Family en Netflix. A la líder estudiantil que habla de la crisis de la Iglesia sentada en un café del mall. Celebro a la ejecutiva que tiene a Peppa la cerdita de fondo de pantalla (porque su hijo se lo pidió), mientras trabaja en una planilla de costos para su empresa.

A esas personas también les indigna que el ministro Peñailillo no pueda explicar sus trabajos para Martelli y se alegran cuando saben que su pedido de Ali Express está por llegar. Movilizan a sus amigos cuando ven una injusticia, dan la pelea por cambiar el mundo y mientras esperan que el dentista los atienda se desesperan por no pasar el nivel 185 de Candy Crush. No les da vergüenza decir que le hace inmensamente feliz un asado con sus amigos, que vieron Mekano en su época universitaria y que le ponen filtros a su foto en Instagram para disimular esa espinilla que le apareció en la nariz. A esas mismas personas les apasionan debatir acerca de cuál es la mejor manera para educar a hijos empáticos y defensores de la verdad, se emocionan recorriendo un lago silencioso en el sur de Chile y postulan con ansiedad a una beca que ofrece la Agencia de Cooperación Internacional.

¿Qué los hace atractivos? Que saben navegar en todos los ambientes. Y lo hacen con talento porque tienen algunas virtudes que muy pocos han desarrollado. No creen en las etiquetas y escuchan a los demás. Todo y todos les interesan. Y eso les permite ser uno, pero con mil caras para mostrar. Siempre encuentran un punto en común con el otro y no les intimida ir a un matrimonio en donde se sentarán en una mesa en la que no conocen a nadie. Esa sana convivencia entre superficialidad / profundidad finalmente los llena de seguridad y porque no decirlo, encanto.

Invito entonces a una revolución antiprejuiciosa. A defender nuestro derecho de gozar con lo superfluo y al mismo tiempo vibrar con lo trascendente. A no encerrar los seres humanos en personajes insostenibles y a exigir una cuota de inteligencia y superficialidad en cada uno de nuestros ambientes. A dejar de pensar que la periodista política hace con mayor rigurosidad la pega que la que cubre espectáculos. A no espantarse cuando el Doctor en Filosofía abre una cuenta en Facebook. A respetar si nuestro papá quiere llegar a las 20:00 a ver “Pituca sin Lucas” y a no bostezar cuando un amigo nos cuenta cuánto la motiva el proyecto de políticas públicas que está liderando.

Los invito (y me invito a mí misma también) a descubrir que alguien puede leer el expediente del caso SQM, después deleitarse con SQP y que no pasa nada. Que la vida no se juega entre los fanáticos del Baldor versus los adictos a LUN. A darnos cuenta que en un mismo día y sin problemas, se pueden hojear perfectamente los dos.