Hay mucho escrito sobre emociones e inteligencia emocional para la vida personal y social. No obstante, es habitual que no sepamos qué es gestionar las emociones. Entendemos que es importante el balance emocional-corporal-racional, aunque no sabemos qué es ni cómo hacerlo.
Necesitamos distinguir que no estamos hablando de control sino que de gestión emocional. El control implica un dique de contención que amordaza la emoción. El control nos deja cansados, gastando la energía en detener “eso” que nos pasa.
Los pasos para gestionar las emociones son cinco:
Es conectar con tu sensación, abriendo la puerta a que esa señal que está en nuestro cuerpo sea “escuchada” por la mente. Si estamos funcionando en piloto automático, enajenados por algo, en un ritmo frenético que no se detiene en ningún estímulo y consume información y datos a destajo, será imposible sentir. No hay mayor avance que detenerse. Las señales del camino de crecimiento personal están dentro de uno. Es necesario frenar, detenerse y escuchar para luego avanzar.
Muchos no tenemos palabras para las emociones que sentimos. Para referirnos a nuestro estado emocional usamos palabras como lata, afectado, chato, cargado, entre otras. No tener el lenguaje de las emociones dificulta enormemente sentir en el cuerpo y en la mente la alegría, tristeza, amor, rabia o lo que sea que sintamos. Sin nombre no hay emoción que gestionar, sólo hay una intuición que se nos escapará como agua entre los dedos. Nombrar una emoción es el primer paso para que la mente pueda “tratar” con ella y dirigirla hacia un fin útil para mí.
Como dicen los investigadores en Psicología Positiva, no hay emociones positivas o negativas en sí mismas, buenas o malas. Todas las emociones tienen un mensaje positivo de autoprotección y autocuidado. Nuestra tarea es escuchar y entender ese mensaje, reflexionarlo y no actuar impulsivamente y sin filtro ante el primer destello emocional.
La rabia, por ejemplo, no es en sí misma mala. Es una reacción agresiva ante un ataque que uno siente que recibe sin justificación. La mayoría se concentra en pensar qué le pasa al otro, cuando la primera pregunta es ¿qué es eso que me agrede?, ¿qué me pasa a mí que eso me altera? Las emociones hablan en primer lugar de mí mismo y luego de los otros. La rabia se vuelve negativa cuando ataco a otro sin pensar que, antes de actuar, es necesario que observe las causas de mi turbación y enojo.
Sean positivas o negativas, las emociones tienen una intensidad emotiva que habitualmente nos saca de nuestro centro reflexivo. No hay que tomar decisiones en el éxtasis del entusiasmo ni en las sombras de la pena. La intensidad emocional está ahí para decirnos que hay un tema o situación relevante para nosotros que requiere nuestra atención y reflexión. La intensidad no tiene el sentido de encender un polvorín y dejar un descalabro con una conducta impulsiva. Es la llamada de alerta para poner la atención en el mensaje positivo de la emoción.
Cuando la mente se da cuenta que la intensidad de la emoción nos perturba y logra identificarla, puedo respirar profundo y concentrarme para sacar de mi interior esa incomodidad, dejando ir la intensidad de la emoción. Ante cualquier emoción intensa es necesario respirar profundo durante 30 segundos, con los ojos cerrados y poniendo la atención en la respiración. Eso hace que mis emociones se equilibren y mi mente vuelva a tomar el lugar del conductor. Así me libero y hago un espacio dentro de mí, me vacío, permitiendo que la emoción intensa no quede dentro mío, me habite, controle ni contamine la reflexión lúcida y centrada del pensamiento. Así de simple, así de efectivo.
Cuando digo “stop a esa intensidad emocional que me hace mal” permito que la mente tome mejores decisiones y mi acción sea más efectiva. Las emociones en sí mismas tienen el poder de descentrarnos con su alta intensidad. Una vez que dejamos ir la emoción quedan los sentimientos estables que impulsan nuestra conducta sustentable en el tiempo.
Por ejemplo, el entusiasmo te puede llevar a decir cosas o a hacer compromisos que después, en la calma del silencio o la soledad, se te pueden aparecer como desproporcionados, maníacos y exaltados. ¿En qué estaba que dije eso?
O la culpa. Nos podemos sentir las personas más despreciables por una intensidad emocional puntual y exagerada, por ejemplo, cuando un hijo te dice “te odio” cuando le pones un límite. Si nos enganchamos con la intensidad de la emoción y con el deseo de ser queridos, relajaremos el límite, el hijo te sonreirá y le harás un daño al confirmarle que eres manipulable por un ataque de culpa. Un padre-madre centrado sabe que los hijos requieren pequeñas frustraciones y límites para aprender las normas de convivencia, más allá de cualquier pena o culpa emocional de corto plazo.
Tomar una decisión con respecto al mensaje que me regala la emoción en el contexto específico en el que estoy. Prudentemente, luego de esta reflexión, me muevo a la acción. La secuencia es siento – pienso – actúo. El pensamiento es el mediador entre mi mundo emocional y mis comportamientos, y mientras más entrenado tenga el músculo de las gestión emocional, más efectivo y orientado a soluciones será mi comportamiento, pues dará buena cuenta de mi sabiduría interior y su ajuste a las personas, grupos y situaciones que vivo.
Esto es usar las emociones para mi propio crecimiento y para la construcción de vínculos. Entender que la impulsividad es el peor de los consejeros. Que la intensidad de la sensación debe dejarse ir para que la mente escuche qué es necesario hacer. Ponerle atención y pensamiento a la emoción, administrarla y saber que dentro de mi tengo un impulsor de acción. Si es de comportamiento centrado o extraviado depende de mi capacidad de gestionar mis emociones.
Ignacio Fernández es Director del Departamento de Psicología Organizacional de la Universidad Adolfo Ibáñez.