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Meter conversa: ¿Por qué no nos gusta hablar con extraños?

Interactuamos todo el día con personas que no conocemos a través de las redes sociales, pero cada vez miramos menos a los ojos y evitamos conocer y conversar con personas que vemos a diario. Miguel Ortiz nos invita a “hacernos cargo de la red social más importante: nuestras propias vidas”.

Por Miguel Ortiz A. @ortizmiguel | 2015-05-13 | 10:32
Tags | Desconocidos, sociabilizar, conversación, amistad

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Matías, lector de El Definido, nos propuso el tema: “Hablar con desconocidos”. Según él –y vaya que tiene razón- si no habláramos con extraños nunca haríamos amigos. Sin embargo, quizás por lo tranquilos que estamos en nuestra zona de confort, son pocas las ocasiones en que nos atrevemos a entablar una conversación con alguien nuevo y abrir así la posibilidad de que nuestro círculo social se enriquezca.

Desde chico, y por razones de seguridad, se nos enseñó que no debemos hablar con extraños… ¿habremos quedado traumados? Porque hoy a muchos les parece espeluznante que, sin razón aparente, alguien les hable en la cola del supermercado, o en el Metro.

Lo curioso, en todo caso, es que esto sucede sólo en la vida real, porque en el mundo digital hablamos casi exclusivamente con personas a quienes nunca hemos visto. Piensen en Twitter, por ejemplo: ¿a cuántos “siguen” sin siquiera saber su verdadero nombre?

Es algo que, como raza humana, hemos ido perdiendo con el paso de las generaciones. Mi abuela –podría apostar que las suyas también- era experta en conversar con todo el mundo, un don que heredó mi madre (y que yo también recibí, aunque ya más diluido). Por eso me puse manos a la obra y llevé a cabo un experimento social. ¿En qué consiste? Simple: conocer más a aquellas personas con las que me relaciono con cierta frecuencia, y lograr que pasen de ser extraños… a conocidos.

Mi primera “víctima” fue don Pablo, el conserje de mi edificio. Me di cuenta de que en los 5 años que llevo viviendo aquí, sólo sabía de él su nombre. Entonces bajé a buscar la correspondencia (elegante manera de llamar a las cuentas) y le metí conversa. Resulta que don Pablo tiene apellido, 55 años de edad y 5 hijos. Es viudo y vive en Maipú. Su hijo mayor, igual que yo, es periodista y está buscando trabajo. Además de conserje, don Carlos es “maestro chasquilla” –como él mismo se definió-, y mañana vendrá en sus horas libres a arreglarme un enchufe que tengo malo hace ya meses. Hablamos de los morosos de la comunidad, pelamos a la presidenta de la junta de vecinos y nos despedimos con un cariñoso apretón de manos. Quedé contento, y supongo que él también.

Segundo “desconocido”: la dueña de la panadería del barrio. Bastó piropearle su nuevo corte de pelo para que se desatara, de manera natural, una conversación muy entretenida. Le terminé contando de mi trabajo y mi familia. Anita María me regaló un frasco de aceitunas del valle de Azapa –venía llegando de ver a su mamá, que vive en Arica-, y me pidió ayuda para contactarse con alguien de la municipalidad por un permiso que quiere tramitar. Le dije que le averiguaría el nombre de la persona indicada y, una vez más, me fui feliz.

Lo que estoy contando puede sonar muy básico, una norma mínima de educación o cortesía. Y de hecho lo es. Pero si lo escribo es porque hoy, lamentablemente, este tipo de interacciones se da cada vez menos. Avanzamos por el mundo como si fuéramos solos, como si todo el resto estuviera a nuestra disposición… y con los que “lamentablemente” hay que interactuar cuando necesitamos algo.

¿Son sanas este tipo de relaciones?, ¿nos gusta esta manera de crear comunidad? Estoy seguro de que hay días en que miramos más las pantallas de nuestros celulares que los ojos de otras personas. La mía es una invitación a levantar la vista, a conocernos, hablarnos, meternos conversa, hacernos cargo de la red social más importante de todas: nuestras propias vidas, donde las influencias son reales y positivas, no virtuales. Deberíamos profesionalizar, como lo hace un comunity manager, nuestro vínculo con los demás. Nada malo puede surgir de eso.

En el supermercado, ayer, fue Oriana, cajera, la que me sorprendió: “Usted es igual a mi hijo mayor”, me dijo, “tiene los mismos ojos”. Y sacó de su cartera una foto de Arturo, ingeniero, quien acaba de ser padre. “Pero usted no tiene pinta de abuela”, le respondí. Y nos estuvimos riendo, mientras la maquinita de la RedCompra hacía su trabajo.

¿Cómo se llama tu conserje?, ¿sabes el nombre de tu vecino más cercano?, ¿cuándo fue la última vez que le preguntaste a alguien su nombre y te abriste a conocerlo?, ¿te molesta que te metan conversa?, ¿te gusta?, ¿le has preguntado su opinión política al taxista?, ¿te has detenido a desearle buen día a un mendigo? Son ese tipo de detalles los que nos hacen humanos. Metámonos conversa. Nos hace bien.