Imagen: Intensamente. Pixar.

¿Estamos fabricando recuerdos que valgan la pena?

Elegir entre Sapito o Chocman por $100. Navidades que realmente parecían mágicas. Viajes en auto sin radio ni DVD. ¿En qué momento la vida se hizo un trámite? ¿Le estamos dando recuerdos memorables a nuestros hijos?

Por Magdalena Cárcamo @manecarcamo | 2015-07-13 | 10:59
Tags | infancia, recuerdos, niños, hijos, padres, adultos, vida
"Me acordé de la Navidad, el día más feliz y largo del año (...) tan distinto a esas frenéticas navidades de hoy"

Hace dos semanas fui a ver la película Intensamente con uno de mis hijos (porque para ir con los 4 hay que pedir un crédito de consumo antes). Y es tan buena y maravillosa como todos dicen. Se merece ganarle a Jurassic World y las filas de media hora para comprar una entrada. Me reí y lloré como si estuviera viendo el final del culebrón venezolano más dramático que puedan imaginar. Y lo más bonito que logra la película es un viaje a la propia niñez, un paseo nostálgico por esas cosas que veíamos como niños y que ahora ni siquiera nos percatamos cuando grandes.

Porque cuando vi La Novicia Rebelde por primera vez, no podía concebir que hubiese una mujer más linda y perfecta en el mundo que Liesl (la hija mayor) y me tapaba los ojos de pura emoción cuando le daba un beso al cartero. Volví a ver la película a los 30 y aunque seguía pensando que la hija del Capitán Von Trapp era preciosa, la encontré medio entradita en carne y con un poco de tobillosis (sé que no tengo moral para decirlo, pero es lo que pensé) y lloré de la risa al ver ese beso tan ñoño y los gritos de nervio que provocaba cuando lo veía con mis primas.

Al salir del cine viajé a la etapa en la que con 100 pesos pensaba que me había ganado el Kino y tenía la difícil misión de elegir entre un Ricolate o un Sapito. Cuando los compraba, sentía que todo el colegio merecía envidiarme y al sacarlo de la mochila los mostraba con orgullo frente a los sándwiches de membrillo, manzanas harinosas y todas esas fomedades de colaciones que había llevado el resto. Hoy sólo podría comerme uno de esos chocolates cuando en mi casa ya no queda manjar, ni miel, ni azúcar y son la única alternativa para palear mi ansiedad del horario prime.

Me acordé de la Navidad, el día más feliz y largo del año, hasta que alguien te cuenta la dura realidad. De hacer como que dormía siesta para que mis papás se quedaran tranquilos, de cuando preguntaba a lo menos 15 veces por hora “¿Cuánto falta para que llegue el Viejo Pascuero?” y de en verdad verlo en su trineo cuando salíamos a buscarlo a las 12 de la noche (porque en esa época los niños esperábamos hasta esa hora). Tan distinto a esas frenéticas navidades de hoy, donde a veces corro por el pasillo del supermercado buscando el regalo que se me olvidó, parecemos camión de mudanza transportando juguetes e incluso nos peleamos con nuestro compañero de isapre por la cantidad de cosas con las que hay que cumplir en ese día, que hoy pasa en 3 minutos.

Con Intensamente me sumergí en esa inexplicable sensación de meterse en la cama de los papás y amortiguar el frío sólo con ese abrazo que me parecía tan grande e indestructible. Un gesto tan cotidiano, pero tan marcador, tan recordable. Mi cama de hoy no es King, ni Queen… es la cama más plebeya que se puede encontrar en el mercado. No cabemos los seis, pero nos metemos igual como un gran tetris humano. Y reconozco que he envidiado esas casas perfectamente calefaccionadas, con unas camas en las que pueden dormir a pata suelta Michael Jordan y la Nana del Conde Pátula juntos y en dónde además los niños NUNCA se pasan a las camas de los adultos. Pero cuando vuelvo a mis 5 años y abrazo ese recuerdo con mis papás, dejo de envidiarlos tanto.

¿Y las vacaciones? Eran arriba de un escarabajo verde al que se le abrían las puertas en las curvas y que tenía un motor tan ruidoso que cuando mi mamá llegaba a buscarme todos me avisaban. Arriba de ese auto, sin radio, matábamos el tiempo con mi hermano contando la cantidad de autos rojos que pasaban o mirando por la ventana en un silencio tan simple como normal. Hoy el auto tiene que tener las tres corridas, las sillas, el alzador, unos cuantos CD de Mazapán y un par de películas para moverme a 3 horas de la puerta de mi casa. Y no lo planteo como algo malo o dramático. Sólo distinto a ese baúl de las nostalgias al que me llevó la película de Pixar.

Intensamente me regaló un gran viaje a mi pasado y una reflexión tan power, como atractiva y desafiante. El darme cuenta de que cada cosa que hago o dejo de hacer tiene un impacto en los recuerdos que tendrán mis hijos en dos décadas más. Que es importante escuchar el sueño que tuvieron la noche anterior con tanto interés y expectación como el que tuvimos para ver la final de la Copa América. Que es fundamental celebrarles el diente que se les cayó, aunque el ratón tenga que salir en pijama a pedirle luca a la vecina. Que no da lo mismo la mentira que le dijo a un compañero, porque en nuestra familia hay cosas que son intransables, como el valor de la verdad y el respeto por el otro. Y que aunque a veces gritamos, estamos superados como papás y nos agobian esas mamás perfectas a las que nunca se les despinta la sonrisa de la cara, creo que nunca es tarde para volver a empezar, pedirles perdón si es necesario y hacerles saber que aquí estamos…para cargarles una gran maleta de recuerdos felices y amor.

¿Cuáles son tus recuerdos más preciados?