Imagen: Gojko Franulic

6 cosas maravillosas que he aprendido de mi hijo

Lleva solo 14 meses en el mundo, pero ya me ha enseñado más de la vida de lo que jamás hubiese imaginado.

Por Marco Canepa @mcanepa | 2015-07-31 | 07:00
Tags | niños, padres, hijos, paternidad, madres, educación, aprendizajes
¿Cuántas veces tuviste un desencuentro con tus viejos y pensaste "está tratando de formarme en una mejor persona" en lugar de pensar "viejos de mierda"?

Me he llevado muchas sorpresas desde el nacimiento de mi hijo, no solo por lo genial que él es (es el niño más genial del mundo, científicamente comprobado ¡Y NO ACEPTO DISCUSIÓN!) o por lo distinta que es la paternidad a como yo la imaginaba, sino también porque no me esperaba aprender tanto sobre mí mismo y la sociedad en que vivimos, de alguien que todavía no logra mantener la baba del lado de adentro de la boca.

Tal vez la sorpresa más grande, sobre todo para alguien a quien nunca le gustaron los niños, es el cariño incontenible que he llegado a sentir por ese guaterito con patas y el remolino de emociones que implica ser padre; pero como eso es algo más bien personal e imposible de describir (además, mi colega Macarena Fernandez ya lo hizo magistralmente en esta otra columna), prefiero centrarme en los otros aprendizajes, esos descubrimientos que he hecho sobre mi persona y mi forma de ver el mundo, que en algunos casos, siento que pueden aplicar a toda la sociedad.

Así que, sin más preámbulos, he aquí seis cosas que he aprendido de mi hijo:

1. A perseverar (sin importar los porrazos)

Probablemente, en la vida de un padre, una de las cosas que más rápidamente pasa de provocar una alegría absoluta, a un terror visceral, es el momento en que tu hijo se endereza, aprende a dar sus primeros hermosos pasos, y luego se saca la reverenda cresta. Apenas prueba la experiencia, chichón y todo, el infante decide que esto de andar de bípedo es muchísimo más entretenido y eficiente que gatear (mejor ángulo de visión y libera las manos para ir a ponerlas sobre la estufa caliente), y se lanza a hacerlo sin temor, pese a no contar aún con el equilibrio y destreza muscular suficiente para evitar que su –proporcionalmente– gigantesca cabeza impacte contra el suelo u otros objetos con pavorosa frecuencia. Juro que debe haber un imán ahí dentro que los dirige directamente hacia todo aquello con puntas, esquinas o bordes.

Pues bien, no sé cuántos de nosotros (salvo que seamos skaters) seguiríamos intentando aprender algo nuevo luego de sufrir una interminable sucesión de dolorosos porrazos –metafóricos o reales–, con el mismo entusiasmo y valentía que lo hace un niño de un año. Juro que verlo volver a levantarse, después de aforrarse un costalazo que uno creería físicamente imposible para alguien cuya parte más alta está a apenas 70 centímetros del piso, para intentarlo otra y otra vez, sin ningún miedo y sin importar cuánto le haya dolido, es una experiencia inspiradora.

El psicólogo Martin Seligman argumentaba que el derrotismo no es intrínseco al hombre, que es algo que se aprende. Le llamó la desesperanza aprendida¿Cuándo nos dimos por vencidos nosotros? ¿Cuándo dejamos de creer que podíamos hacer cosas nuevas, aprender nuevas técnicas, cambiar para mejor nuestra forma de hacer las cosas? ¿Cuándo perdimos las ganas de intentar cambiar nuestro mundo? ¿Cuándo nos volvimos unos cínicos pesimistas, conformistas y quejumbrosos? 

2. A ser más curioso

¿Sabes qué es lo primero que miran los bebés cuando empiezan a fijar la vista? Las cortinas. Ni idea por qué, pero pasan todo el día mirando las esquinas del techo y los pliegues de las cortinas, ignorando por completo el sofisticado móvil sonoro y motorizado que instalaste en su cuna. ¿Qué ven ahí? Ni idea. Pero me hubiera ahorrado el móvil.

Mi hijo ya superó esa etapa, en todo caso, lo suyo ahora es mirar las luces del techo. Presionar un interruptor y mirar su efecto. Luego presionarlo otra vez y volver a mirar. Y de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo (uno pensaría que a esas alturas el patrón ya estaría claro).

Es fascinante ver el incombustible interés de un niño por el mundo a su alrededor. Tomar el llavero y mirarlo con la atención e interés propios de un científico descubriendo un espécimen completamente desconocido; sostenerlo sopesando su peso, acariciarlo, mirarlo al derecho y al revés, probar cómo suena, como se mueven las llaves, su textura, su sabor y, bueno... cómo vuelan al tirarlas por el balcón.

Cuando comparo esa atención infinita, ese interés incesante por todo el mundo que lo rodea, con los recuerdos que retengo yo de un día cualquiera en mi mundo adulto, días en que todo el mundo exterior se funde en un borrón uniforme de lugares conocidos y grises que veo de reojo levantando ocasionalmente la vista de la pantalla del celular apenas lo suficiente para evitar chocar con un poste (y a veces ni eso) o absorto en mis propios pensamientos, me pregunto cuánto me habré perdido de la vida.

A veces me acuerdo de esto rumbo al trabajo o la casa, y me esmero en mirar con cuidado a mi alrededor: a la gente, su ropa, los árboles, los detalles de la arquitectura, los animales, el diseño de las baldosas del piso; me doy cuenta que es difícil avanzar un metro sin descubrir algo digno de atención. Me gustaría recuperar esa curiosidad, esa atención al mundo, esa concentración capaz de encontrar mágico lo irrelevante. No lo lograré, es la maldición del saber y la costumbre, pero disfrutaré intentándolo.

3. A salir más

Okey, esto sí que es contraintuitivo. La sabiduría popular dice que tener hijos es el equivalente al fin de tu vida social –cuando tienes una, claro– y el comienzo de una larga temporada de hibernación de, más o menos, 14 años.

Pues bien, es innegable que las salidas al cine o a carretes a altas horas de la noche pasan a ser un evento tan frecuente como el paso del cometa Halley, pues dependen de tu capacidad de planificación (y la de tus amigos), del estado de salud y ánimo del niño, de la buena voluntad de los abuelos que lo cuidarán y de la energía restante de los padres, que a fin de cuentas, es el bien más escaso. Aunque esto viene con un lado bueno, porque cuando esas salidas finalmente ocurren, se valoran mucho más.

Pero lo sorprendente para mí, y que nadie me contó, es que este menor acceso a salidas nocturnas, junto con el deseo de ofrecer a tu hijo actividades sanas y entretenidas (sobre todo cuando vives en un departamento del tamaño de un walk-in closet), te llena de un incontenible deseo de salir a pasear por la ciudad, llevarlo a plazas, parques, barrios históricos, paseos peatonales, museos, galerías, etc. Nunca en mi vida había salido tanto a caminar. Ya no tolero un fin de semana indoors y estoy seguro que disfruto esas salidas tanto o más que mi hijo (que habitualmente se las duerme casi completas). Gozo sintiendo el sol en mi cara, respirando ese fragante smog con toques de aire, probando rutas nuevas, entrando a galerías y tiendas que antes ignoraba, y gozo sobretodo disfrutando ese paseo con él, deslizándolo por el resbalín, empujándolo en el columpio, acercándolo a los chorros de las fuentes o viéndolo jugar con el maicillo (y colillas de cigarrillo) en las plazas, mientras me ensucio con él y me meto en los juegos infantiles sin ninguna culpa, porque soy el papá y estoy acompañando a mi hijo, ¿ok? No es que quiera meterme en el castillito plástico como un infante. No señor. 

4. Que todos son amigos en potencia

Es asombrosa la facilidad con que un niño es capaz de trabar amistad con otro niño, pero es aún más sorprendente el talento que tienen para poner a dos perfectos desconocidos a hablar. Basta que mi hijo mire a la persona que va en el ascensor, para que ésta le haga una cara, él le sonría, el extraño o extraña se ría, me pregunte su edad y de ahí nazca una entretenida conversación y, quién sabe, una amistad. Particularmente efectivo con las mujeres (¡pero yo no les hablo, mi amor, lo juro!).

Es triste pensar que esa facilidad para trabar amistades, que es intrínseca a los niños, a su confianza e ingenuidad, la hemos ido perdiendo a medida que nos llenamos de miedos, prejuicios y desconfianza hacia el resto, no solo como personas, sino como sociedad. ¿Es algo que viene con la adultez?

No creo, porque aún es posible encontrar pueblitos donde gente que no te ha visto nunca te recibe con un viejo amigo. Y no creo, porque ocasionalmente nos cruzamos con una de esas personas llenas de alegría y energía vital, que parecen iluminar el mundo a su alrededor cantando, riendo, saludando o abriendo conversaciones improbables, que hacen sonreír y dar miradas cómplices a todos los desconocidos a su alrededor y te das cuenta que no es sólo un atributo de los niños, que todos podemos hacerlo. 

Sonreír es la mejor defensa contra las agresividad, la mejor estrategia de negociación, el más efectivo método para acercarse a otros y la mejor terapia psicológica. Imaginen lo genial que sería nuestro nuestro mundo si tan solo cambiáramos la cara de poto.

5. A ser más empático

No sé si esto le pasará a otros padres, pero con demasiada frecuencia me sorprendo a mi mismo viendo a otros adultos desde la perspectiva de sus papás y pensando en su niñez. ¿Cómo llega un bebé adorable e inocente a volverse un criminal, un drogadicto o uno de esos cretinos arrogantes que nos topamos a diario? ¿Cuántas malas decisiones tuvieron que tomar los padres y la sociedad para que algo así llegue a ocurrir? ¿Cuál será la historia de ese indigente que me topo todos los días? ¿Qué hubieran dicho sus padres de haber sabido que terminaría así? ¿Cómo esos seres pequeñitos de ojos grandes como océanos, sin maldad alguna e infinita curiosidad, se vuelven adultos amargados, confrontacionales, prejuiciosos, corruptos? Cuando uno enfoca a otro ser humano así, tratando de ver el niño que fueron, no puede dejar de sentir cierto cariño y dolor por esa inocencia perdida.

Qué decir cómo se me parte el alma cuando veo o escucho historias de sufrimiento humano, de guerras, de refugiados, de accidentes, de homicidios… ya no puedo ver solo muertos, no puedo mantener la cómoda indiferencia de quién mira solo estadísticas; ahora no puedo evitar pensar en las historias de esas víctimas, en sus familias, en lo que sienten sus padres al enterarse de su muerte ¿habrá algo más terrible? o en el abandono de sus hijos.

Me pregunto qué pasaría si todos pensáramos así en los demás todo el tiempo. Tal vez estaríamos mejor.

6. Que somos unos ingratos

"No hay reciprocidad. Los hombres aman a las mujeres, las mujeres aman a los niños y los niños aman a los hamsters" decía Alice Thomas Ellis.

Todavía, y por varios años aún, yo y mi mujer seremos lo máximo para mi hijo. Pero me duele pensar que un día mi hijo será tan ingrato hacia mí, como yo lo he sido con mis padres. Y es que no hay nada como tener un hijo para hacerte ver cuán ingrato has sido con tus viejos, porque te toca hacer todo lo que ellos hicieron por ti y siempre diste por sentado. 

Si ya es un choque de realidad irte a vivir solo y tener que hacer tus cosas por ti mismo (¡Cómo!¿Las camisas no pasan mágicamente del canasto de ropa sucia a estar planchadas y dobladas en el clóset?), es otra cosa cuando tienes que hacerlas por alguien más, que por cierto no tiene la menor conciencia ni interés en tus propios problemas o deseos. Sorry, quiero esa leche y la quiero ¡AHORA!.

Es increíble, pero la vida de un padre es totalmente hijo-céntrica, y no por obligación, sino porque te nace de lo más profundo el deseo de hacerlo feliz y cuidarlo. Disfruto mucho más comprando ropa para él que para mí. Mis idas al mall consisten en recorrer jugueterías y tiendas de ropa y artículos para bebés (y me entretiene más que antes). Mis miedos son todos relativos a él y el futuro que pueda darle. No puedo ver una película en que aparece una relación padre-hijo sin vivirla en carne propia. Y cada interacción con él es un esfuerzo consciente por forjar a un ser humano mejor que el que yo he sido, intentando compatibilizar el deseo de hacerlo feliz con el deber de formarlo.

Pero ¿cuántas veces tuviste un desencuentro con tus viejos y pensaste "está tratando de formarme en una mejor persona" en lugar de pensar "viejos de mierda"? ¿Cuántas veces que tu mamá te obligó a salir de la cama y meterte a la ducha, te sirvió el desayuno y te envió al colegio con una colación hecha por ella, pensaste agradecido "está gastándose su plata en educarme, se levantó una hora antes que yo para hacerme el desayuno y prepara esta colación por mí todos los días" en lugar de "puta la weá no quiero ir a clases"? ¿Cuántas veces consideraste el dolor que sentían de verte alejarte y tratarlos como la peste delante de tus amigos, porque querías sentirte grande y estabas muy ocupado tratando de no parecer mamón? ¿Cuántas veces te preocupaste de averiguar qué querían ellos en lugar de pensar qué querías ? Y cuando son viejos y nos necesitan ellos a nosotros ¿qué hacemos? ¿los cuidamos con el cariño que nos quisieron? No, los mandamos a un asilo, porque son un cacho.

Ahora veo que cada interacción que tuve con ellos EN LA VIDA debí agradecerla, incluso si hasta el día de hoy puedo estar en desacuerdo con el modo o sentido que hicieron algunas cosas, porque finalmente, estaban haciendo lo mejor que podían. Por mí. Y yo no me di cuenta. Por suerte aún están vivos (y todavía no hacen méritos para el asilo), así que si están leyendo esto: Gracias viejos, lo veo ahora. Gracias, son grandes.