No es poco frecuente escuchar a niños peleándose por ser el primero en usar un juego, frustrados por no ganar la carrera o celosos porque no fueron reconocidos como el mejor.
Sin darnos cuenta, muchas veces fomentamos la cultura de la competencia entre nuestros hijos. Tenemos este modo de funcionamiento profundamente arraigado en nuestra comprensión de la realidad, pues el modelo sobre el que se construye nuestra sociedad se basa en la libre competencia. Consciente o inconscientemente, trasladamos esos parámetros a otros aspectos de la vida, como por ejemplo la familia.
Cuántas veces ocupamos como incentivo con los niños frases como “quién termina primero la comida”, “quién llega más rápido a tal lugar” o estamos constantemente comparando: “Juanito se porta mucho mejor que tú”; “tu comes mucho mas más que tu hermano”; “eres tan desobediente, mira como hace caso tu hermano”.
Estos componentes propios de la “cultura de la competencia” hacen que se forje en los niños un espíritu competitivo. Y no es que la competencia sea mala en sí misma, en muchos aspectos ayuda a sacar lo mejor de uno mismo, pero fomentarla dentro de la familia es un riesgo.
El concepto de competir implica necesariamente una rivalidad u oposición entre dos personas por un mismo objetivo. Por eso, la relación entre dos personas que compiten es de rivalidad y desconfianza, ambas características que no deben darse dentro de la familia, ya que es ahí donde debe gestarse un ambiente de seguridad, confianza y colaboración.
Por eso, cuando comparamos a nuestros hijos con sus hermanos o con sus pares, cuando les hacemos competir unos con otros para ver quién logra primero un objetivo cotidiano o, simplemente, cuando estamos constantemente diciéndoles que son el “mejor” en algo, estamos estableciendo patrones de comportamiento que harán que el niño esté en una constante competencia. Al forjar este tipo de relaciones se ve al otro como un rival, por lo tanto, no cuenta con él como un aliado. Además, se genera un ambiente de desconfianza y el niño se inseguriza, ya que no siempre podrá ganar y no siempre será destacado. El ser permanentemente comparado con otro, lo hace dudar de sus propias capacidades, especialmente cuando el otro es un hermano que por su edad o características personales tiene mayores posibilidades de tener éxito.
Pero el riesgo más grande de la cultura de la competencia, es que el niño crece y se desarrolla en función de el del lado. Es decir, sus esfuerzos no van en pos de superarse a sí mismo, dar lo mejor de sí, mejorar su propio desempeño y potenciar al máximo sus capacidades, centrándose en el propio proceso; sino en comparación a la brecha que se genera respecto al otro, aún cuando eso no tenga nada que ver con las propias habilidades y gustos. Y eso es negativo para el desarrollo de los niños, ya que daña su autoestima, pues no le permite verse ni aceptarse en su realidad y procesos personales.
Como padres debemos preocuparnos concientemente de no fomentar la cultura de la competencia dentro de la casa, de manera que los niños puedan desenvolverse en un ambiente de confianza y seguridad, y que con el tiempo, sean un aporte para esta sociedad que requiere de personas más colaboradoras y menos competitivas. Así mismo, se evita que surjan los celos entre hermanos que no tiene nada de positivo para las relaciones fraternales.
Para instaurar una cultura de colaboración por sobre una de la competencia, es necesario forjar relaciones de cooperación. Para eso se debe fomentar el trabajo en equipo, la valoración por el proceso personal de cada uno y el reconocimiento de las propias habilidades y talentos.
Algunas sugerencias para fomentar la colaboración y evitar la competencia en la relaciones de hermanos (y pares).
Establecer dentro del hogar una cultura de la colaboración, superando las relaciones de competencia, es tarea de cada padre, cambiando ciertos hábitos que tenemos arraigados en nuestro comportamiento y cambiándolos por conductas que favorezcan el trabajo en equipo y la cooperación.