*Esta nota fue originalmente publicada en 2016.
Las redes sociales llegaron para quedarse. La mamá sin wasap está condenada a perderse mucha información relevante del curso de su hijo y probablemente (no por mala intención) ni siquiera sea invitada al clásico happy hour en el que todas las apoderadas se conocerán. No es mala onda, es que ya ni el mail se usa para hacer una invitación. Tal vez en unos años más nos avisen que quedamos en una pega vía wasap y aceptemos las condiciones del contrato poniendo el emoticón con la manito para arriba.
Esto es sólo un ejemplo de cómo hoy es casi impensado vivir sin participar en ellas. Lo que implica también un riesgo mayor para todas esa personas elegidas por el de arriba, que contamos con una perfecta habilidad para “meter las patas” o condorearnos. Porque si en los '90 ya lo hacíamos en vivo y en directo, ahora el radio aumentó y conocemos esa terrorífica sensación que involucra un sudor helado y la angustiosa súplica (inútil por lo demás) de tratar de deshacernos del pastelazo que nos mandamos.
Aquí algunos ejemplos:
Les tengo más miedo que a los terremotos, los zombies y a haber invertido en Arcano. Cuñadas que han descuartizado a la suegra y en vez de mandarlo a su chat interno se les escapó el audio de 1 minuto al chat familiar. En donde obviamente está la suegra. Las mismas cuñadas dando vuelta en círculos y diciéndose unas a otras “pónganse a escribir hartas cosas para que el audio quede bien atrás y no lo escuchen”. Y ahí están las pajaritas escribiendo línea por separado: “se - pasó - el - calor- ya- no - sé - qué - ponerme - si -estamos - en - mayo - Hoy - parecía - verdadero - verano - Impactante”, rogando que cuando la suegra se meta a wasap encuentre 145 mensajes y le de lata leerlo. El problema es que siempre hay una hija sapa de la suegra a la que no se le va ni una y escuchó el audio. Conclusión: si tenías alguna ilusión de que te cuidaran al cabrerío ese fin de semana largo que no estarás… olvídalo. Y repite conmigo: www.babysitter.cl.
Cuando éramos chicos siempre nos dijeron: “Hay que compartir”, “Tienes que aprender a compartir Juanita” y tal vez a mucho/as se nos quedó demasiado grabado en nuestra mente. En las redes sociales ser taaaaaan generoso no siempre es lo mejor. Como asidua a las redes sociales he visto ranazos en los que me han dado ganas de hacer una cadena de oración, por esa pobre persona que se mandó tamaño condoro. La situación es así: mujer que acaba de terminar con su ex, nunca fue muy experta en Facebook, pero hoy uno de los síntomas post quiebre (aparte de cortarse el pelo) es comenzar a ser más activa en la red social y en esas horas de insomnio, depresión y generalmente hambre, sicopatear en el Cara de Libro hasta altas horas de la madrugada es una práctica tan común como las boletas ideológicamente falsas. Todo bien hasta ahí. El problema es cuando sin querer (ni cachar) la despechada comparte la foto del nuevo matrimonio del ex con el que estuvo 9 años. Ella sólo quería ver la foto mejor, los detalles, que aros se puso la desgraciada que se casó con él, sin embargo ¿Qué hace? ¡COMPARTIR! Y ahí la debacle ya es una realidad. Como he dicho en otras columnas, el sicopateo es una verdadera disciplina que implica capacitación y extremo cuidado. Si no sabes, no lo hagas.
Somos un país que cada día cree menos en el vecino, el compañero de pega y sospecha hasta de los propios familiares. Desconfiamos de sus buenas intenciones, de sus genuinas ganas de ayudar o hasta de la simpatía de alguien en un supermercado. Pero si en una red social alguien escribe que supo de una nana que se robó un kilo de arroz o de que tal o cual político estaba comiendo en no sé dónde en el día de un alud o que el Papa escribió una frase maravillosa que nos llega al corazón, vamos viralizando como gripe en reality show.
Creemos algo sólo porque aparece en Twitter o Facebook. Y vamos mostrando los carnets de identidad de las supuestas ladronas, suponiendo que las fotos tomadas del político corresponden exactamente al día de la tragedia y atribuyendo frases terribles o maravillosas a gente que nunca las ha dicho. Nuestra incredulidad del día a día se nos va a las pailas y parecemos niños de 7 años dejando la leche y las galletas al Viejo Pascuero.
Aquí deberíamos ser más cuidadosos, medir el daño que somos capaces de hacer y diferenciar entre lo que nos gustaría creer y lo que verdaderamente pasó. Porque por muy mal que me caiga la Presidenta, la UDI, la Iglesia, los del Colo, la U. o la Cato, los militares o los comunistas, no merecen que se les juzgue a través de dudosos RTs que muchas veces lo único que hacen es liberar rabias internas que tenemos, pero que carecen de toda responsabilidad.
Mucho tuitero olvida que escribir en la red del pajarito no es una conversa en un pub con los mejores amigos. Aunque te sigan 5 huevos deslavados, el poder del pantallazo todo lo puede. Escribir: “Quiero asesinar a mi jefe… ¿quién me ayuda a que parezca un accidente?” o “Creo que el pelotudo de mi jefe se ganó el título en un bingo” no es una buena idea. De alguna u otra manera, esos pelambres sabrosos siempre llegan al susodicho, lo que automáticamente implicará tener que actualizar tu perfil de Linkedin.
Y si te hiciste la cimarra en el trabajo, no seas tan perno/a de subir una foto a Instagram en Reñaca tomando sol o disfrutando de una michelada en una terraza santiaguina. He visto correr sangre por tamaño pastelazo. Y con justa razón.
Así es que ya saben, los que nacimos con el talento de condorearnos en vivo y en directo, tenemos la prescripción médica de pensar dos veces antes de usar nuestro celular. Se los dice la que una vez respondió un mail con copia a todos… imaginen el final.