Cuando me preguntaban por qué me tomé seis meses sabáticos para viajar a los treinta y tres años, mi respuesta corta era simplemente: ¿y por qué no? Pero me di cuenta que hacer algo que rompe con cierto “orden establecido” a muchas personas, como mínimo, les provoca curiosidad. Así como muchas personas lo encontraban bacán y se alegraban por mí, otros me hacían notar que no les encajaba y lo manifestaron más de una vez, incluso cuando nadie les preguntó. Pero estas líneas no son para ellos, sino para quienes puedan estar pensando en hacer lo mismo y quieran ver los pros y contras de una decisión así.
Hace poco vi la película “El Camino”, protagonizada por Martin Sheen, quien recorre el Camino de Santiago de Compostela en honor a su hijo que falleció en los Pirineos al iniciar esta misma ruta. Sin haber estado de acuerdo con la decisión del hijo, este hombre a punto de jubilarse decide hacer el viaje donde conoce a otros viajeros que tampoco eran precisamente jóvenes. Todos tenían un propósito, una razón, o una historia que los llevó a decidir emprender más de 700 kilómetros a pie. Una elección como esa puede ser extraña para muchos, pero en la vida hay muchas cosas que uno elige y muchas que no, y sólo tenemos las primeras para hacer la diferencia. Simplemente, creo que la vida es muy corta para vivirla de cualquier otra manera que no sea a la de uno mismo.
Tal vez mucha gente piense que después de los treinta ya pasó la época para irse una larga temporada a recorrer algún destino lejano (o no tan lejano) por un tiempo que supere las tres semanas. En mi caso, como tantos otros, yo dedicaba mis veranos de estudiante a hacer trabajos varios, básicamente porque necesitaba ese dinero para seguir estudiando y, sin darme cuenta, me encontré un día con que ya nunca más tendría dos meses y medio de vacaciones. Pero, ¿por qué no? Bueno, porque en ese entonces no lo veía posible sin casi "arruinar mi carrera". Uno acepta que quince días de vacaciones es la realidad y no hay otra, pero luego empecé a cuestionarme hasta qué punto dependía de mi misma darme una oportunidad de hacer las cosas de modo diferente.
Por eso, cuando se dieron las circunstancias, me tomé seis meses sabáticos y preparé mis maletas para ir a Colonia, Alemania donde tengo unos parientes muy queridos. Me puse algunos objetivos como aprender un poco de alemán y viajar dentro de Europa a visitar familiares y amigos y también a conocer lugares nuevos. También tuve algunas entrevistas de trabajo, pero como no se concretó nada al respecto, regresé cuando expiraron mi visa y también mis ahorros.
Obvio que mi historia no tiene nada de particular y es importante sólo para mí, pero lo interesante es que he conocido bastante gente que ha hecho cosas similares y luego de conversar con ellos he visto patrones comunes, lo cual me hace pensar que esto amerita ser compartido. Sobre todo, porque no he sabido de nadie que se haya arrepentido. Es claro que se corren algunos riesgos y que no siempre los planes salen exactamente como uno quiere, pero eso es parte del aprendizaje. Al fin, los problemas, desajustes o incluso la estrechez económica que se puedan dar son transitorios, pero lo que se gana es para siempre y aquí se los explico en breve:
Salir de la llamada “zona de confort” implica enfrentar situaciones nuevas y descubrir recursos que uno ni sabía que tenía. Enfrentar desafíos fuera del plan te obliga a poner en marcha nuevas habilidades y eso siempre te deja un buen aprendizaje.
Un ejemplo es el de una amiga chilena que en medio de su regreso de un trekking en los Himalayas la sorprendió el terremoto de Nepal, justo camino a Kadmandú, la historia completa está en su blog. En una escala de gravedad mucho menor, a mí me abandonó un bus en una parada de descanso camino a París en un restaurant en medio de la carretera en Bélgica, mi celular estaba casi sin batería, mi mochila estaba en el bus y me di cuenta que “bonjour”, “S’il vous plait” y “mercí” no era suficiente francés para pedir ayuda.
Estoy entre los convencidos de que en el mundo hay muchas personas dispuestas a ayudar a otros desinteresadamente. Esto se comprueba cuando uno está en un territorio desconocido y entonces se vuelve más vulnerable. Por ejemplo, cuando a me plantó el bus (o más bien el chofer) en Bélgica, me ayudó primero una señora que parecía ser la única que hablaba inglés del lugar y, ya teniendo a alguien que entendía lo que me pasaba, pudimos ubicar a otra señora que iba a París y me llevó en su auto tras el bus, al cual alcanzamos en menos de una hora (infinitas gracias a ambas donde quiera que estén).
Al estar de viaje por largo tiempo, se abren posibilidades que uno no imagina. En mi caso puedo mencionar desde contactos en el ámbito profesional y laboral hasta amigos que sé que me pueden dar un buen dato o incluso alojar en un próximo viaje. Además, se conocen historias que se desarrollan en otros contextos, culturas, costumbres y marcos de creencias, y uno empieza a ver muchas cosas de manera diferente.
Muchas cosas que en Chile son normales no siempre lo son en otros lados y viceversa. Se empieza a respetar la diversidad y a admitirla dentro de la realidad propia y uno entiende que incluso dentro de esas grandes diferencias, al final los seres humanos, esencialmente somos parecidos en todas partes, con inquietudes, problemas y motivaciones no tan diferentes. Uno también aprende a adaptarse y ser más tolerante y flexible. Así los que son muy apegados a sus costumbres, se pueden ir enterando que hasta ahora a nadie se le acabó el mundo por comerse un yogurt que no sea de su marca favorita o por cambiar un poco la rutina. Probar comidas nuevas también les abrirá los ojos o al menos los convertirá en mañosos con argumentos reales.
Se requieren muchas horas de dedicación y estudio, más años de práctica para aprender un idioma, pero es evidente que estar inmerso en un ambiente en que se habla ese idioma acelera el proceso. Mi experiencia con el alemán fue que, al margen de algunos cursos que realicé, pude aprovechar al máximo que todo alrededor estaba en ese idioma: tiendas, publicidad, medios de comunicación, etc. Una cosa es hacer un “rol playing” en clases, donde uno pide comida en un restaurant o compra un pasaje de bus, y otra es hacerlo realmente y que te entiendan.
Hay personas que conocen a todos sus vecinos y hablan con la gente hasta en la fila del supermercado. Yo no soy una de ellas. Sin embargo, cuando uno está en un lugar donde no conoce a casi nadie, desarrolla esa habilidad mágicamente y casi sin darse cuenta efectivamente hace amigos hasta en el semáforo. Tal vez sea por necesidad, tal vez por el cambio de ambiente, pero es una experiencia muy enriquecedora, sobre todo para los más tímidos.
Desde mi experiencia y lo observado de otros, pienso que uno regresa con mucha más claridad sobre algunas cosas y las ideas y proyectos empiezan a fluir. Tal vez sea porque al salir de la rutina y tomar distancia uno tiene la mente más despejada. Esto, además de las fructíferas conversaciones que se dan en los viajes (con personas casi desconocidas), que a menudo nos pueden ayudar a ver mejor el panorama de nuestra vida y a tomar decisiones importantes.
Varias personas me han dicho que ellos nunca se atreverían a tomar un tiempo sabático y es entendible que muchos tengan restricciones o prioridades que no se lo permitan. También puede haber quienes no estén interesados, lo cual también está muy bien. Pero todo el mundo tiene algo que le apasiona de una manera especial. Para algunas personas puede ser la música, el baile, un negocio o qué se yo, pero muchas veces el miedo nos hace tener excusas para dejar todas esas cosas de lado. Lo sé porque yo también las tuve, pero al final, si uno piensa realmente qué es lo peor que podría pasar al arriesgarse, resulta que no es tan terrible como lo imaginamos. A fin de cuentas, dicen que mucha gente en su lecho de muerte se arrepiente mucho más por las cosas que no hizo que por las que sí se atrevió a hacer.