Allá por el año 2003, cuando Emmanuel lanzó su versión de la canción El Bodeguero, yo tenía 11 años.
Fue una época horrible.
La canción sonaba en todas partes: en la radio, en la tele, en la micro… Y cada vez que la escuchaba, se me pegaba con tanta fuerza que no me dejaba dormir por las noches. La maldita sonaba tan claramente, y a tan alto volumen, que me provocaba varias horas de insomnio.
Años después este problema de las canciones pegajosas, que en un principio me traía tantos dramas, pasaría a hacerse algo habitual en mi vida, y aprendí a convivir con él de forma relativamente amistosa.
Durante la adolescencia solía bromear con mis amigos cantándoles “Shake your booty” de KC & The Sunshine Band, solo para (literalmente) “arruinarles el día”. La mayoría de las veces, en lugar de odiarme, se reían y hasta me agradecían que les metiera una canción así de buena en la cabeza. En tiempos en que el reggaetón de moda era “Voy a tocarte to’a”, un clásico de los ‘70 era bálsamo para los oídos.
El fenómeno de las canciones pegajosas ha sido objeto de estudio durante varios años, tanto con el objetivo de descubrir su causa, como de sacarle el máximo provecho posible a nivel comercial.
La producción de canciones pegajosas es uno de los objetivos clave de la música pop (¿la “fábrica de pegamento” de la música?) y de la publicidad. Al tratarse de música con un sentido comercial, es fundamental que la canción quede en la cabeza de los auditores tras escucharla. Una canción que se olvida fácilmente es el fracaso mismo.
El científico estadounidense James Kellaris, académico e investigador de la Universidad de Cincinnati, se hizo famoso en el mundo de las ciencias del comportamiento por su estudio de 2003 “Dissecting Earworms: Further Evidence on the 'Song-Stuck-in-Your-Head' Phenomenon” en el que explica cómo las canciones pegajosas funcionan como gusanos (Earworms en inglés), alojándose en la corteza auditiva primaria. Esta parte de nuestro cerebro es la que nos permite retener canciones y sonidos, y completarlas aun habiendo escuchado solo un fragmento.
Según las investigaciones de Kellaris, prácticamente todos (el 99% de la población, para ser exactos) hemos tenido una canción pegada alguna vez. Sin embargo, la forma en que los earworms se comportan varía de una persona a otra. Las mujeres son más propensas a ellos que los hombres, y la incidencia es mucho mayor en músicos que en la población general. En palabras de Kellaris para The Guardian: “los músicos probablemente son más propensos a los earworms por su mayor exposición a la música, y a la repetición a la que se someten al ensayar. ¿Pero por qué en mujeres? Es un misterio.”
Una hipótesis, expuesta por el mismo Kellaris, es que sus investigaciones indican que las personas emocionalmente inestables tienden a ser más propensas a los earworms, y la inestabilidad emocional es estadísticamente más común en mujeres que en hombres. Por ende, las mujeres tienen earworms más frecuentemente.
El Earworm Project del Goldsmith Institute de la Universidad de Londres, ha publicado una serie de estudios respecto a este fenómeno. Mediante el uso de tecnología informática han analizado componentes tan diversos como el ritmo, la tonalidad y la melodía de las canciones, con el fin de dilucidar qué elementos componen una canción pegajosa.
Uno de sus estudios, quizá el más famoso, consistió en una prueba realizada a más de mil voluntarios, en la que se les hizo escuchar éxitos musicales y se evaluó cuánto los enganchaban. Gracias a este estudio se pudo determinar cuatro factores clave que inciden en la pegajosidad (sí, esa palabra existe) de una canción:
Con esto llegaron a la elaboración de un ranking de las 20 canciones más pegajosas de todos los tiempos. Para mi sorpresa, el número 1 no es “El Bodeguero”, sino “Livin’ on a prayer” de Bon Jovi.
Otros factores clave en la creación de una canción pegajosa son la repetición de ciertas partes (de ahí que la mayoría de las canciones tengan melodías características para estrofas y coros) y la simplicidad de recursos: para el oído poco entrenado puede ser difícil enganchar con ritmos demasiado elaborados o con armonías muy complejas, por lo que quienes se dedican a componer canciones de este tipo procuran siempre mantenerlas simples.
Para graficar el efecto de los earworms en nuestro cerebro se suele hablar de ellos como una especie de “comezón cognitiva”: como si fuera un bicho que nos dejó una picadura, y solo podemos rascarnos repitiendo la canción en nuestra cabeza.
Sin embargo, pese a lo revelador de los últimos estudios, todavía no se sabe a ciencia cierta qué provoca los earworms, ni la función que cumplen en nuestro cerebro. Por increíble que parezca, es un campo bastante poco estudiado a día de hoy, y las respuestas todavía son demasiado escasas en comparación a la enormidad de preguntas que quedan sin responder.
Por lo pronto, solo una cosa es totalmente clara: del mismo modo que la borrachera cura la resaca, la mejor forma de despegarse una canción es pegándose otra. Nada como escuchar “La Macarena” para despegarse “El Pollito Pío”.