¿Qué le digo? ¿Cómo lo hago? ¡No me atrevo! Son algunas de las ideas que a todos se nos han pasado por la cabeza frente a una situación incómoda. Porque queridos lectores, aunque vivamos en “La pequeña casa en la pradera” nadie se libra de esos momentos en los que una quisiera tener una gemela para no tener que pasar por ahí. Dar un pésame, pedir aumento de sueldo, decirle a tu mejor amiga que viste a su pololo con una rubia de dos metros o despedir a un pariente, pueden ser sólo alguna de esas experiencias que te podrían hacer traspirar helado, rogar una cadena de oración o recurrir a un ravotril con desesperación. Aquí vamos.
Personalmente considero la muerte como una zona muda. La máxima expresión de intimidad que puede experimentar una familia. Y sin embargo, muchas veces nos toca (y tocará) acompañar a algún cercano (o no tanto) que ha perdido un ser querido. Y, ¿qué decimos? ¿Cómo acompañamos a esa compañera de trabajo que quedó viuda? ¿Qué palabras usamos para consolar a ese amigo que perdió un hijo? No existe un manual y el tsunami de clichés puede ser arrollador. “Todo pasa por algo”, “Lo que no te mata te hace más fuerte”, “Siento mucho tu pérdida”, “Mi más sentido pésame, “Es la ley de la vida”, “A todos nos llega la hora”, “Ahora tienes un angelito que te cuidará siempre”, “El tiempo todo lo cura” y el más repudiado por mí: "Ayudándote a sentir”, son algunos de los salvavidas que se ocupan para manifestar nuestra compañía. Tengo clarísimo que detrás de cada una de esas frases hay muy buenas intenciones. Cariño real. Pero de corazón considero que frente a una situación dolorosa, un abrazo silencioso cumple con creces. Y a veces hay que hacerle caso a los consejos del Rey Juan Carlos y auto aplicar la frase “¿Por qué no te callas?”
Hay algunos que son los maestros de la negociación, que podrían convertir a Camila Vallejo en UDI y convencer a Farkas para que se haga la keratina. Pero habemos otros que SIEMPRE sufrimos cuando tenemos que llegar a este inevitable momento de tensión: pedir aumento de sueldo. Primero repasas mentalmente alrededor de 400 veces tus argumentos, “Considero que he cumplido las expectativas”, “Me siento muy comprometida con la empresa”, “Los números me avalan”, “Me encantaría poder hacer carrera en este lugar”, son solo algunos ejemplos. Los piensas en tus desvelos, en el taco camino a la casa, en la ducha y si la ansiedad es mucha, incluso los ensayas frente al espejo (les apuesto que más de alguno lo ha hecho, no se hagan los cool). Luego pasas a la fase 2 en donde los pimponeas con una amiga, que obviamente te convence que MERECES ganar un 500% más y te anima a ir como toda una ganadora por tu olla millonaria. Y ahí estás tú, con mucha fe caminando cual Peppa Pig al matadero, con dirección a la oficina del jefe. Cuando nos va bien vale la pena haber pasado por ese crossfit mental. Pero cuando no, vamos sonriendo con la mejor de nuestras caritas, agradeciendo al jefe por el tiempo concedido y asumiendo que habrá que salir con el pasito de Michael Jackson de la oficina, sintiéndonos más humilladas que Hillary un 9 de noviembre.
Por muchas amigas cercanas que tengamos, el tener que decirle una verdad incómoda nunca es fácil. Una como: “¿Amiga, has pensado en dejar el pan?” o “Querida, ni Kenita sigue usando esa sombra azul”, son verdades que la contraparte puede recibir de mala manera y provocar una sentencia mortal en una relación de largos años. Y eso que estamos hablando de superficialidades. El problema real es cuando tenemos contarle que vimos a su pololo de la mano con la vecina modelo del departamento o informarle que su hijo se portó como Osama Bin Laden el día que te pidió que se lo cuidaras. ¿Y qué se hace? Decirlo no más creo yo, porque de corazón pienso que para eso es la amistad: para decir lo que hay que decir con honestidad brutal… y cariño obviamente.
Comenzaste a emprender con el negocio que siempre soñaste. Te empezó a ir bien y tu línea de crédito comenzó a sanarse. Y como es obvio, el crecimiento comenzó a necesitar nuevos Recursos Humanos y tu cuñada te recomendó a su hermana. Esa con la que te reías mucho en los bautizos, salías a fumar en los matrimonios e incluso compartiste un par de datos por whatsapp. La candidata te pareció perfecta hasta que firmó el contrato, le hiciste las tarjetas de presentación y el guateo comenzó con todo. La “pariente” llega tarde, tiene menos tino que la Doctora Cordero, se enferma más que guagua en la sala cuna y escribió “aller” en un mail para un cliente crucial. Háblame de drama. Tienes el sobre azul estacionado en un tu escritorio y no eres capaz porque sabes que la decisión será una bomba nuclear familiar. Y ahí está tú, consiguiéndote recetas de un siquiatra para poder atravesar esa situación sin terminar bajando la escalera como Linda Blair en “El Exorcista”. Incomodidad total.
Más de alguno debe haber pasado por estas situaciones llenas de tensión, que obviamente vienen acompañadas de insomnio, rollos mentales, miedos e incluso inapetencia (eso nunca me ha pasado lamentablemente). Mi humilde opinión es que siempre la verdad resulta ser la mejor receta. Sea cual sea el contexto eso de que “la verdad libera” es muy cierto. No sé si soluciona el problema, muchas veces probablemente lo complique, pero si estoy segura que al menos nos garantiza poder poner la cabeza en la almohada y saber que nuestra conciencia está intacta. Y eso, para mí, vale todo el oro del mundo.