Imagen: César Mejías

El gusto de opinar acerca del resto: ¿tanto te importa?

Críticamos a los opinólogos de farándula, pero hacemos lo mismo con nuestros cercanos, solo que sin salir en pantalla. Mane Cárcamo menciona los clásicos comentarios prejuiciosos y nos invita a pensar un poco más antes de decir algo.

Por Magdalena Cárcamo @manecarcamo | 2016-11-17 | 11:48
Tags | prejucios, pelambre, comentarios, dicho, empatía, farándula

Últimamente he visto varias veces en Facebook a personas que postean la misma frase: "Cada persona que ves, está luchando una batalla de la que tú no sabes nada. Sé amable siempre” y pensé que algo está pasando, un síntoma común, un sentimiento que cada vez se hace más frecuente. Una queja piola, pero que en el fondo está pidiendo a gritos empatía al por mayor.

Y pensé que pucha que nos encanta pelar a los opinólogos de farándula, pero muchas veces no nos damos cuenta que básicamente hacemos lo mismo, con la única diferencia que no aparecemos en la TV. Los hacemos pebre por hablar de la vida de los demás, incluso los miramos con la frente en alto y la nariz respingada y nos olvidamos que en un asado, en una reunión laboral o en un café conversado, muy poco nos diferenciamos de las pamelas jiles y las doctoras Corderos. No nos hagamos las blancas palomas. Porque acá el que esté libre que tire la primera ROCA.

Nos gusta hacer sentencias, juicios, resolverle la vida a alguien con quien con suerte hemos cruzado cuatro palabras y nuestra experiencia de mayor intimidad es haber hecho fila juntas en la caja para pagar el supermercado.

Porque la opinión prejuiciosa es un deporte que casi todos (por no decir TODOS) practicamos con estándares olímpicos, ganando los primeros lugares por el profesionalismo con el que lo desempeñamos. Hablando desde nuestros más profundos prejuicios, no sólo sin ni siquiera tener idea, sino que además sin tampoco haber hecho el mínimo esfuerzo de preguntar. Aquí algunos:

El prejuicio económico

Si nos enteramos que una familia está atravesando un tsunami financiero, la sociedad que los rodea es más fiscalizadora que contralor de la república. ¡Ay! de esa mujer si osa a mostrar una chaqueta nueva o acercarse a menos de dos metros de una peluquería. “¿Cachaste a la Juanita? La vi tiñéndose las canas, no tienen ni para pagar el colegio y la muy descarada figura preocupada de eso”. “¿Te diste cuenta que el hijo de Pepito tiene un reloj nuevo? O sea yo no sé donde están las prioridades de esa familia”. Son algunos de los comentarios-tipo que se escuchan y que les aseguro más de alguna vez nosotros hemos hecho. Y cuando he descubierto que he opinado de más, me he hecho la sana y necesaria pregunta: ¿Y quién me movió la jaula a mí para opinar? ¿Y qué sé yo si esa peluquería se la regalaron sus amigas que la vieron bajoneada, porque además de estar desfinanciada se echó 40 años encima? ¿Y si el reloj el cabro se lo compró con sus ahorros después de juntar plata todo el invierno?

En serio chiquillos... Calladitos más bonitos. Porque además ni el colegio, ni las compras del mes, ni los frenillos del cabrerío ajeno saldrán de tu billetera.

El prejuicio físico

Acá las mujeres tenemos un doctorado en el tema. Hacemos bolsa a la que está demasiado gorda o demasiado flaca, demasiado arreglada o demasiado despreocupada. Ningún poncho nos queda bien. Encontramos insólito que “alguien se deje estar” y cuando vemos a la gordita comiéndose un pedazo de torta, es casi como si la pilláramos con el amante. Y si nos encontramos con la flaca trotando, consideramos que hay que mandarla al siquiatra y medicarla por obsesiva con su físico. Porque obvio, también diagnosticamos trastornos sicológicos sin pudor alguno. Es bueno a veces jubilar la lengua un rato y reflexionar acerca de cuántas mujeres tienen problemas de salud y no han logrado ganar la batalla contra los kilos habiéndolo intentado todo. Qué sabemos nosotros si es que la vecina está demasiado flaca, porque está atravesando por depresión fuertísima, perdió una guagua o se acaba de separar. Y por último, si consciente y libremente han elegido tener 10 kilos demás, de menos, canas a los 32 años, el pelo largo como la Daniela Romo o usar jeans nevados en pleno 2016… ¿en qué me afecta a mí? VIVA LA LIBERTAD.

El prejuicio social

Ya he escrito antes sobre esto, pero siempre me gustar recordarlo (y recordármelo). La mujer que trabaja fuera de la casa muchas veces recibirá la sanción social de “trabajólica”, “mala madre”, “ambiciosa” y tantos otros adjetivos calificativos llenos de ignorancia y falta de empatía. La que lo hace al interior de su hogar será considerada “floja”, “fome” “mantenida” o “conformista” por decir algunos. La que va a muchas actividades sociales se la tachará de “piérdete una” y la que no asiste ni a su propio cumpleaños, ni llama por teléfono será catalogada de “se pasó la loca ingrata y desaparecida”. Al final, frente a la mente de un prejuicioso/a siempre debemos andar pidiendo perdón por no estar a la altura de las circunstancias… porque claramente nunca es suficiente.

¿Entonces qué hacer para cambiar esto? Pensar antes de hablar. Callar si no se sabe. Preguntar si es necesario. Escuchar de corazón. Y luchar con decisión contra el duro diagnóstico que se le atribuye a Einstein con tanta lucidez: “Triste época la nuestra… es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Puede que su autoría no sea del todo cierta, pero la frase sí que lo es.