Fui al casino y casi-no pierdo

El Barbón se adentró en el mundo de los casinos. ¿Se hizo millonario?... obviamente no. Por algo sigue escribiendo para nosotros.

Por Alfredo Rodríguez @AlfreoRodriguez | 2013-08-02 | 09:13
Tags | casinos, azar, juegos, vicios, suerte, apuestas
"Giré mi cabeza y me di cuenta que se trataba de un rombo negro y otro rojo, que me miraban fijamente y gritaban en silencio: Gallina McFly”

No sé si todos saben, pero yo solía vivir en el gran Santiago antes de asentarme con mi familia en “la provincia”. Luego de pasar la mayor parte de mi vida en la capital, mis más grandes (y pequeños) amigos los tengo allá y aunque sé que la distancia que separa a Rancagua de Santiago no es un abismo, es bastante cierto que nos cuesta mucho coordinar momentos de reencuentro. Buscando una forma de hacer una reunión que no significara un gran desgaste para nadie, uno de mis amigos propuso un punto central. ¿Y qué hay en el punto central entre Rancagua y Santiago? ¡El casino Monticello!  

La verdad es que no soy muy fanático de los casinos, porque creo que es una forma de diversión que, desvirtuada, puede ser peligrosa; pero pensándolo bien, casi cualquier forma de diversión desvirtuada puede ser peligrosa. Así que decidí darle una oportunidad a los juegos de azar.

Traspasando el umbral.

Lo primero que pasó por mi cabeza cuando propusieron el lugar, fue una visión hollywoodense de un paraíso aspiracional, lleno de autos empaquetados con enormes cintas de regalo y promesas de grandes premios, sin saber si imaginarme nadando entre billetes y monedas o taimado en un rincón como forma de protesta. Para mi sorpresa, luego de atravesar el umbral, nos dimos cuenta de que penaban las ánimas. Tanto así, que llegamos a pensar que nos equivocamos de día y el Monticello no abría los miércoles. Pero al acercarnos al sector de máquinas, nos dimos cuenta de que, para los jugadores (nosotros incluidos), la fiesta recién comenzaba.

Primera estación. Inscripción.

Olvídate de juntar chauchas. Para disfrutar de las bondades del casino ya no se necesita dinero metálico. Ahora cuentas con una exclusiva tarjeta ¿o BIP?, necesaria para poder acceder a los tragamonedas y participar de las mesas de juego sin necesidad de ver fluir tus preciados billetes hacia las arcas de la institución. Sólo la entrada cuesta $2.800 pesos, sin derecho a ningún tipo de regalía; incluso los que ya tienen la tarjeta deben pagar para entrar.

Después de obtener nuestra BIP, debíamos cargarlas con dinero. En un acuerdo implícito, cada uno cargó 10 mil pesos (¡Ouch! Mi bolsillito) con la esperanza de que fuera suficiente para disfrutar un buen rato (y ojalá recuperar “la inversión” para que no nos retaran tanto en la casa).

Segunda estación. El traga-traga monedas.

Este particular artilugio sigue haciendo honor a su nombre, sólo en la parte de “traga”, porque monedas no verás ninguna. Ante la sobreoferta de maquinitas, me senté en la primera que llamó mi atención (ambientada en la película “los cazafantasmas”). Luego de sentirme un burro por no saber cómo cargar plata en la máquina, me puse a jugar sin darme cuenta que la apuesta mínima era de quinientos pesos. Lancé 6 veces (tres mil pesos), de los cuales en dos ocasiones gané el suculento premio de ciento cincuenta pesos chilenos. La película de los cazafantasmas dejó de parecerme graciosa en ese momento. Con ese monto de apuesta mínima, prefiero arriesgarme en un juego de verdad y, sin pensarlo dos veces, cambié mis siete mil preciados pesos por hermosas y atractivas fichas de ruleta.

Tercera estación. La ruleta de la vida.

Pasado los tres minutos frente al tragamonedas, llegué a la ruleta, donde descubrí que dos de mis amigos ya estaban en bancarrota de tarjeta BIP. Los dos restantes seguían en su lucha por sobrevivir, así que decidí acompañarlos en el juego. ¡Aquí sí que se apostaba! La mínima apuesta era de mil pesos, excepto el “ROJO y NEGRO”, cuyo monto mínimo era de veinte mil. Con una estrategia ratona y utilizando mis conocimientos de estadística para autoengañarme, intenté hacer durar mis siete fichas el mayor tiempo posible. Y luego de 4 rondas, me di cuenta de que la suerte estaba de mi lado.

Manteniendo la estrategia, me mantuve jugando un buen rato. Vi a mis últimos 2 amigos perder sus fichas restantes, mientras yo seguía ganando con altibajos. Alcancé a emocionarme y sentí por un momento que controlaba el azar en el universo. No te hagas ilusiones, no me estaba haciendo millonario, pero llegué a convertir mis siete fichas en treinta y cinco. 

Luego de algunos traspiés, teniendo veinte fichas, llegaba la hora de irnos (como buenos padres de familia, teníamos una hora decente para llegar a nuestras casas). Entonces, sentí que una fría mirada se clavó en mi nuca. Giré mi cabeza y me di cuenta que se trataba de un rombo negro y otro rojo, que me miraban fijamente y gritaban en silencio “gallina McFly”; sin dudarlo, puse mi montón de fichas en el rombo de color negro. El tiempo se congeló, todo el casino volteó para presenciar mi acto de osadía. Mis amigos trataron de persuadirme, pero ya era demasiado tarde: la suerte había sido echada. La bolita dio unas cuantas vueltas que parecieron demorar siglos y, de un minuto a otro, saltó con dirección al verde y canalla número cero. ¡Pero aún había esperanzas! La bolita rebotó y continuó su curso, para caer finalmente en el maldito número 32 ROJO.

“¡Nooooo!” Grité desolado. La musa de la suerte ya no estaba conmigo.

Conclusiones.

En algunos casos, ir al casino puede ser muy entretenido, pero en otros, puede resultar verdaderamente frustrante. Yo lo pasé muy bien, pero vi a mucha gente que parecía no disfrutar la experiencia. No se trataba de jugadores casuales, si no de una suerte de zombies que en algunos casos apostaban a 2 mesas simultáneas, sin saborear sus triunfos ni sufrir con sus fracasos. Parecían haber sido inmunizados de cualquier tipo de emoción y verlos en acción me dejó algo triste.

Fue una noche de emociones entretenidas, pero no sé si quiera repetirlo muy seguido. Después de todo, el gusto de perder veinte mil pesos no sé si vale los doce mil ochocientos pesos que gasté.