Imagen: César Mejías

¡Arriba el ánimo! ¡El PIB no sabe lo que se pierde!

Hace más de 80 años, el creador del PIB moderno advertía sobre sus limitaciones. En el siglo XXI cada vez son más los avances que este número no puede representar ¿Es hora de olvidar estos números y buscar otros indicadores de progreso?

Por Joaquín Barañao | 2017-05-17 | 15:37
Tags | PIB, economía, Chile, bienestar, medición

Estamos tan habituados a hablar de “el crecimiento de la economía”, como si el PIB fuera una unidad unívoca y de contornos bien definidos, que olvidamos la serie de limitaciones metodológicas que hay detrás. Pareciera que computar el PIB fuera resultado de una simple observación, como anotar la lectura de un termómetro o consignar el dial de una balanza. Por el contrario, es un desafío más parecido a los censos de guanacos en la alta cordillera o la tabulación de audiencia de los programas radiales: una mera estimación, plagada de limitantes procedimentales, repleta de agujeros y espacios en blanco.

Esto, desde luego, no es ni afirmación incendiaria ni novedad alguna. Ni siquiera es una crítica a las mentes brillantes que lo diseñaron ni a los profesionales meticulosos del Banco Central que lo calculan mes a mes. Es un hecho de la causa, que conocen mejor que nadie quienes trabajan en esto. Diane Coyle, autora de PIB: una breve pero cariñosa historia, explica que “el número que configura el PIB es el producto de un vasto mosaico de estadísticas y una complicada serie de procesos realizados sobre los datos crudos para hacerlos encajar en el marco conceptual”.

El origen del PIB moderno

Hasta una época tan reciente como 1934, nadie hablaba de “el crecimiento de la economía”, porque nadie había acometido el desafío de sintetizarla a una sola cifra. Ese año, el congreso de Estados Unidos le encargó al bielorruso Simon Kuznets –Premio Nobel de Economía de 1971– un método para calcular la producción total del país. Kuznets era el hombre idóneo para la misión: metódico, erudito e increíblemente disciplinado. Su dedicación al trabajo, así como su falta de chispa para todo lo demás, es legendaria. Ha sido descrito como “el economista más aburrido del mundo”.

Kuznets se enfrentó a lo inevitable: solo se puede medir aquel subconjunto de la producción que resulta en un bien o servicio transable en el mercado formal. Podemos contabilizar cátodos de cobre y toneladas de celulosa, incluso servicios de consultoría y asesorías personales, pero no hay manera de incorporar asuntos tan vitales como el trabajo doméstico no remunerado o la autoproducción de energía. Una persona que trabaja de sol a sol en el hogar aporta al PIB oficial un monto exactamente igual a cero, aun cuando el valor económico de su trabajo es inmenso. La OCDE estima que el valor del trabajo doméstico en el Reino Unido equivale al 68% de lo que hoy entendemos por PIB (OCDE, 2008). Si el gobierno británico exigiera boletas a esas personas, el PIB saltaría en forma instantánea, aun cuando el monto de bienes y servicios de los que goza la población sería exactamente el mismo.

Cuando Kuznets entregó el informe al Congreso, estaba consciente de sus muchas limitaciones. En una sección titulada “Usos y abusos de la medición nacional de ingresos”, explicó que “el bienestar de una nación no puede deducirse de una medición del ingreso nacional”. Sin embargo, la posibilidad de realizar comparaciones transversales entre países y longitudinales intra-país era demasiado tentadora como para dejarse amilanar, aun cuando las advertencias provinieran de su propio autor. Tras la conferencia de Bretton Woods de 1944 –la misma que vio nacer al FMI y al Banco Mundial– el PIB se volvió la herramienta fundamental para comparar peras y manzanas, o peras a lo largo del tiempo. Hoy citamos a diestra y siniestra el PIB per cápita como proxy del bienestar material, y esperamos el Informe de Política Monetaria como si se tratase del veredicto de nuestro progreso, pese a que su mismísimo arquitecto aclaró que no fue diseñado para eso.

Todo esto es conocido por el gremio. Lo interesante es la mirada prospectiva. Si en 1934 el PIB per cápita ya era un imperfecto estimador de bienestar material, mirando hacia adelante será cada vez menos revelador.

PIB, tenemos que hablar

Imagina que se inventa una máquina que, a un precio minorista de US$ 20 y provista de energía solar, sintetiza hidrógeno y oxígeno del agua, carbono y nitrógeno del aire, y micronutrientes del suelo para fabricar cualquier alimento a elección. En cosa de minutos, entrega una lasaña o una marraqueta con palta, a costo de operación cero. El bienestar material de la humanidad daría un salto formidable. Piensa no solo en la comodidad y ahorro que supondría para tu propia vida, sino además en las millones de personas que viven en condiciones de indigencia y que se desloman día a día solo para llevar el pan a la mesa. Con todo, ese beneficio superlativo no podría ser capturado por el PIB del mes siguiente, pues quedaría al margen de la economía formal. A ojos del Banco Central, esa abundancia prodigiosa que se desparrama por nuestros refrigeradores se manifestaría solo bajo la forma de mermas en la industria alimenticia.

Ese hipotético artilugio puede parecer más propio de las ficciones de Futurama que del mundo real. Sin embargo, y esto es la esencia de este artículo, al 2017, ya gozamos de cientos de maravillas que resultarían igual de magníficas para nuestros bisabuelos. Es solo que nos acostumbramos demasiado rápido.

Podría llenar guías telefónicas de ejemplos, pero considera tan solo los siguientes tres:

En primer lugar, piensa en el plano audiovisual, hasta ahora el formato más rico para registrar la historia humana. Tienes acceso a una videoteca incomparablemente más vasta que la mejor que existía en el mundo hace quince años. Gratis. Permanentemente accesible en tu bolsillo. Y sin la necesidad de gastar tiempo buscando el estante adecuado (lo que interrumpiría toda la espontaneidad de la conversación a la hora de mostrar el gol del siglo de Maradona). La Biblioteca del Congreso de Estados Unidos habría pagado una fortuna por esto en el 2003, y somos millones los que estaríamos dispuestos a desembolsar buena plata por una suscripción mensual –en cuyo caso sí entraría al PIB– pero Google ha decidido entregar esta maravilla solo a cambio de publicidad.

En segundo término, considera el acceso a la música, una de las mayores pasiones humanas. En los ’60, nuestros padres sacrificaban una botella de vino a cambio de adquirir un sencillo de vinilo con una sola canción de los Beatles. Hasta hace solo una década y media, era habitual gastar US$ 15 por solo un disco. Hoy, a cambio de unos pocos segundos de publicidad, accedes a casi toda creación musical alguna vez concebida, sin siquiera molestarte en ponerte de pie para cambiar el disco y lo llevas contigo sin necesidad de cargar con maletas llenas de cajas. Y puedes sumar los videoclips a costo cero. Para el Banco Central chileno, esta plétora solo pudo ser registrada bajo la forma de la quiebra de la Feria del Disco.

Por último, las telecomunicaciones. En la era del telegrama, los envíos eran tan costosos que se omitían las preposiciones para ahorrar plata. Hace veinte años, el precio de la telefonía de larga distancia forzaba a comunicar lo importante y postergar todo lo demás. Hoy la telecomunicación es gratis, sin importar la distancia, streaming de video incluido. Ya no solo informamos los hechos esenciales sino que copuchamos cuanto nos plazca, de paso enseñando a través de la cámara el primer diente de leche del nieto mayor o el nuevo brote del gomero. De nuevo, el PIB es por completo insensible ante esta prodigalidad. Lo único que puede constatar es que se redujo el gasto en multicarrier (si acaso recuerda tan noventero concepto) y que cada vez se desembolsa menos en SMS.

Todavía hay más. La exuberancia no es solo consecuencia de la aparición de una nueva gama de bienes gratuitos o casi gratuitos, sino también del desplome de precios de algunos preexistentes. Cuando se lanzó el Apple I, en 1976, costaba US$ 2.880 ajustado por inflación (US$ 666 de la época; a Steve Wozniak le gustaba repetir dígitos). Tenía un procesador de 1 MHz y 4 KB de RAM. Hoy, por esa plata, puedes comprar ocho computadores de escritorio, cada uno de ellos equipado con 2.400 veces más velocidad de procesamiento y 2.000.000 de veces más RAM. El PIB, aunque con ajustes, en esencia sigue siendo precio (P) x cantidad (Q), por lo que una baja en P es una baja en PIB, y esta sarta de bendiciones le pasan por encima. En Chile, los profesionales del INE han sudado la gota gorda para incorporar el maná de la técnica en su medición periódica del IPC. Saben que en esos casos no pueden emplear las métricas que a nuestras billeteras les importan, como “$ por pixel en pantalla”, porque si lo hicieran los televisores hoy a la venta costarían menos que un paquete de Doritos en relación a la canasta de 1980.

El bienestar no es un número

Cinco de las máximas autoridades de la ciencia de la PIBología escribieron en enero de este año en el Journal of Economic Perspectives que “hay preocupación de que el PIB ignore valiosos nuevos servicios que no son vendidos, como búsquedas en Internet o enciclopedias que son provistas en forma esencialmente gratuita al usuario”. De inmediato, aclaran que no hay de qué preocuparse, pues “las estadísticas oficiales siempre han excluido el valor de productos similares a estos porque están fuera del alcance de lo que el PIB pretende medir (…). Como los economistas le explican a sus alumnos en cada clase de introducción a la economía (…) el PIB no está diseñado para medir bienestar”.

Toda esta reflexión no es una simple disquisición semántica. Tiene consecuencias prácticas. Nuestros niveles de satisfacción material dependen no solo de indicadores absolutos, sino además de la magnitud de la brecha con nuestras expectativas. En Chile llevamos años amargados porque las tasas de crecimiento ya no son las de los noventa, y puede que nunca vuelvan a serlo. A nivel global, hace años se discute sobre el freno en aquella fracción del crecimiento del PIB que no puede ser explicado por el trabajo ni el capital. Esa porción que corresponde a lo que no sabemos cómo carajo explicar, pero que los economistas camuflan con el mucho más elegante apelativo de “productividad total de los factores”. La OCDE ha publicado numerosas piezas al respecto, y The Economist escribía en enero:

“Poca sorpresa que la reciente ralentización en la productividad haya despertado amplio interés, con el debate centrado en hasta qué punto el descenso en la productividad es temporal, o un signo de cosas más permanentes que vendrán en el futuro”.

Mi mensaje es el siguiente: minimiza a los agoreros y sonríe. Puede que la productividad total de los factores se haya estancado, pero en el intertanto tu teléfono adquirió GPS, los paneles fotovoltaicos se volvieron más baratos que el carbón, aterrizó Netflix para ofrecerte un tsunami de películas y series a un costo mensual de 1,7 arriendos en Blockbuster, y Google te regaló sin que lo pidieras un servicio de cobertura global de imágenes satelitales inmersas en un exquisito modelo 3D. Maravillarte de eso en lugar de acostumbrarte y darlo todo por sentado ayuda a mirar la vida con mucho más optimismo que lo que irradian las cuentas nacionales. El crecimiento del PIB sigue siendo deseable y es tremendamente importante en pos de ciertos objetivos, pero cifras magras no implican el estancamiento en el progreso que quieren hacernos creer.

La desigualdad sigue siendo horrorosa, pero la tecnología es una marea que levanta todos los botes. Quizás la señora Juanita no valore Netflix y lo que más echa en falta son las monedas para el almacén, pero te garantizo que adora recibir fotos de sus nietos –un placer privativo de los más pudientes previo a la fotografía digital– o comunicación cuasi gratuita con sus parientes en el sur.

En el futuro, la innovación no hará otra cosa que acelerar. Quizás mi máquina sintetizadora de alimentos nunca se construya, pero no dudes de que serás testigo de muchas nuevas maravillas, tan revolucionarias como las impresoras 3D o la decodificación del genoma. Y el PIB, una herramienta de ochenta y tres años de antigüedad diseñada para contabilizar toneladas de acero y barriles de petróleo, será una estimación cada vez más rezagada de nuestro bienestar material.

Joaquín Barañao

Y tú ¿cómo mides tu bienestar?