Imagen: Rodrigo Avilés

El peso chileno se diluye. ¡Oficialicemos la luca!

Joaquín Barañao hace una revisión de la realidad actual del peso chileno y propone crear oficialmente la “luca” para simplificar las cosas. ¿Qué opinan ustedes?

Por Joaquín Barañao | 2018-01-02 | 12:58
Tags | luca, inflación, peso, moneda, economía.
“La luca está ya instalada en nuestro lenguaje cotidiano. No sería necesario un esfuerzo mental de adaptación. Más importante, es parte de nuestra idiosincrasia, como la marraqueta con palta o el verbo cachar”.

*Esta columna fue originalmente publicada en 2018.

Hay quienes creen que la inflación es un cáncer que debemos erradicar, una suerte de fuerza maligna que nos empobrece a todos. No es así. Por una serie de razones que no viene al caso detallar aquí, tasas moderadas de inflación son consustanciales a toda economía sana. Moderadas.

En 1630 era posible comprar 45 kilos de cerdo con una libra esterlina, mientras que en el Londres contemporáneo con suerte podrías adquirir un Snicker con esa plata. Pero el proceso no fue un problema en sí mismo. Pese a esta devaluación inexorable, el Imperio británico se volvió el dominio más colosal de la historia humana. Para 1922 cubría 33.700.000 km², un 22,6% de la superficie de la Tierra. Lo mismo con el dólar. A principios de siglo, el catálogo Sears & Roebuck ofrecía gotas de cocaína para el dolor de muelas a 15 centavos, pero la pérdida de valor de la moneda no fue obstáculo para que Estados Unidos se volviera la primera economía del siglo XX.

En Latinoamérica, donde históricamente hemos sido menos disciplinados para combatir la inflación, no podemos exhibir series de tiempo tan largas, porque nuestras monedas se han devaluado al punto de exigir recambios. No al nivel de Hungría de 1946, claro, cuando se estableció el florín como el equivalente a 400.000.000.000.000.000.000.000.000.000 de pengos. Pero similar.

En Chile, el peso se estableció en 1817. Para 1960 valía tan poco, que se imprimían billetes por 50.000, y tuvo que ser reemplazado por el escudo, equivalente a 1.000 pesos. Tan solo quince años más tarde, la galopante inflación llevó a restablecer el nuevo peso, por un valor de 1.000 escudos. En tan solo una década y media, el valor nominal del peso se había multiplicado un millón de veces.

Desde entonces, hemos sido bastante más hábiles en el manejo macroeconómico, y logramos estabilizar la inflación en torno al 3% anual. Sin embargo, conseguimos domar este toro cuando el nuevo peso ya se había jibarizado demasiado. Nuestro pobre pesito ya vale 830 veces menos que la multicentenaria libra esterlina, y los ceros se abultan detrás de cada boleta. A nosotros dejó de sorprendernos, pero británicos o canadienses suelen marearse al notar que un kilo de paltas cuesta un número que para ellos es un mes de sueldo.

Todo esto le puede parecer trivial, pero la renovación de la moneda trae ventajas prácticas. Hay un punto en la larga cola de ceros en que el cerebro humano hace cortocircuito. Por ejemplo, el presupuesto nacional 2017 fue de $ 45.373.705.271.000. Toma un rato dominar esa cifra hasta ser capaz de pronunciarla. Por lo mismo, toma un rato ser capaz de entenderla. Es por eso que los grandes números de obras públicas o licitaciones de la JUNJI se citan en dólares.

Reflexione sobre ese absurdo: nuestra denominación es tan minúscula que convertimos a una moneda extranjera para encajar en el mate gastos 100% domésticos, en los que ni un solo dólar ha desempeñado rol alguno. Si por ejemplo quisiéramos desglosar las subvenciones escolares que la prensa cita en dólares, tendríamos que googlear el valor del dólar en una fuente externa, cruzar los dedos para que no sea muy diferente al que se utilizó cuando se hizo la conversión inicial, y traspasar por último a una cifra en pesos que nos resulta impronunciable. Es un esfuerzo neuronal adicional. Pequeño, desde luego, pero prescindible.

La pequeñez del peso es además pasto para sensacionalismos. Leemos que las AFP obtuvieron una rentabilidad de $116 mil millones en el primer trimestre de 2017. Números de ese rango siempre sonarán “escandalosos”, pero no necesariamente lo son. El negocio es enorme porque millones de personas están obligadas a entregar cada mes una fracción significativa de su sueldo. Hay que observar el tamaño de los activos, y con esa métrica comparar la rentabilidad con otros negocios regulados, como sanitarias o distribución eléctrica.

Si lo convencí de que falta poco para la renovación, viene ahora la segunda tarea de persuasión. ¿Por qué lo reemplazamos?

Veo cuatro opciones:

1. Repetir los nombres tradicionales, tales como “escudo” o “nuevo peso”.

2. Asignar a la autoridad la responsabilidad de escoger un nuevo nombre.

3. Realizar una suerte de concurso abierto y votación popular, tal como hizo Nueva Zelanda para escoger su nueva bandera.

4. Oficializar el nombre que ya utilizamos todos: la luca.

La decisión “por defecto” es la número uno. Es lo que ocurrirá si no hay mociones ciudadanas en otra dirección. Resolvería el problema, desde luego, pero, ¿no le parece una solución sin alma? Compartimos el trillado peso con otras siete naciones. El escudo circula o ha circulado en Cabo Verde, Angola, Mozambique, Portugal, Santo Tomé y Príncipe, Guinea, Timor e India Portuguesa. En el mercado internacional, además, exige aclaración, como refregándonos en la cara el déficit de identidad: “¿100 pesos? ¿Argentinos, mexicanos, uruguayos, chilenos, colombianos, dominicanos o cubanos”.

La solución dos, con seguridad dejaría un mar de insatisfechos. Se escogería algo del tipo “cóndor” o “antu”, pero nada dejaría contento a todo el mundo. Por ejemplo, habría por un lado quienes abogarían por un nombre que recuerde a nuestros pueblos indígenas, y por otro quienes se opondrían con garras y uñas.

La opción tres me parece menos mala que las anteriores, pero tampoco podríamos aspirar a aceptación universal.

La luca está ya instalada en nuestro lenguaje cotidiano. No sería necesario un esfuerzo mental de adaptación. Más importante, es parte de nuestra idiosincrasia, como la marraqueta con palta o el verbo cachar. Es una respuesta alegre, lúdica y audaz. Sería memorable para los turistas de visita en nuestro país, que hoy meten al insulso peso dentro del saco sin rostro de “esas monedas genéricas latinoamericanas”.

Habría oposición inicial, sin duda, porque en principio a la ciudadanía le parecería poco serio. Entiendo que eso sea lo que primero se le viene a su cabeza, pero deténgase un momento y piénselo con frialdad: ¿cuál sería la real desventaja? Es un chilenismo que surgió en la calle, sí, pero, ¿desde cuándo la calle es motivo de vergüenza y no de celebración de la propia identidad? ¿Acaso no es lo que hizo Costa Rica cuando transformó el coloquial “Pura Vida” en un eslogan oficial que hoy recibe a los turistas en el aeropuerto?

Para que no se asuste: no propongo reemplazar al peso de golpe. Pesos y lucas podrían coexistir, de la misma manera que hoy cualquier moneda de alta denominación convive con sus centavos o sus peniques. Podríamos decir que el puente Chaco vale 360 millones de lucas, o 360 miles de millones de pesos si le resulta más cómodo. La transición en el lenguaje sería gradual. No habría que invertir ni un solo peso adicional (o, mejor, ni una sola luca) en nuevos billetes, pues los actuales seguirían vigentes. Se retirarían en forma paulatina a medida que cumplen su vida útil.

Por último, la moneda chilena se transformaría de golpe en una de las más valiosas del mundo ¿Cuál es el beneficio macroeconómico de eso? Ninguno, por supuesto, pero nadie podría negar que sería una manera gratuita de inyectarnos una dosis de orgullo, por irracional que éste sea.

¿Recuerdan cuánto podían hacer con 100 pesos cuando niños? ¿Qué opinan de esta propuesta?