Imagen: César Mejías

Tu bistec produce un impacto ambiental que te dejará helado, ¿cómo ayudar sin volverse vegetariano?

Hoy todavía nos parece lejano que los humanos dejemos de comer por completo carne de vacuno, sin embargo estos potentes datos sobre la industria ganadera te harán dudar de ese jugoso corte. ¿Cómo encontrar una solución viable?

Por Joaquín Barañao | 2018-03-07 | 12:00
Tags | carne, industria ganadera, contaminación, calentamiento global, proteínas, alimentación, vegetariano
Ordenar platos vegetarianos cuando te invitan a cenar requiere de un compromiso que es para pocos, pero relegar la carne a ocasiones sociales es algo que casi todos podemos evaluar.

La historia humana ha seguido una trayectoria de expansión de lo que se considera “sujetos de derecho”. Si en la antigua Grecia solo un puñado de hombres libres eran depositarios plenos de los beneficios de la civilización, con el paso de los milenios las esferas de reconocimiento se ampliaron a mujeres, niños, personas de raza negra y con discapacidad.

Me caben pocas dudas de que este proceso continuará su avance, y en un par de siglos mirarán con horror el trato que hoy damos a los animales de la industria pecuaria. Se preguntarán cómo justificábamos algo así con la misma estupefacción con que hoy nos preguntamos cómo el esclavista del siglo XVIII podía fundamentar semejante atrocidad y dormir cada noche. No afirmo que los animales poseerán los mismos derechos, pero sí que el trato actual será considerado una aborrecible barbarie.

¿Convencería eso a la humanidad de dejar de comer carne, o al menos de reducir su ingesta? Ese argumento es poco eficaz para persuadir a otros de cambios en su comportamiento. Para quienes nacimos y fuimos criado en una cultura en que los animales carecen de toda capacidad de sentir, convencer de lo contrario es tan difícil como lo sería catequizar al esclavista decimonónico de que la cantidad de melanina en la piel en nada afecta la dignidad.

Por eso, mi argumento corre por una vía por completo diferente.

Supongamos por un momento que los animales son poco más que objetos inanimados. Obviemos por un instante si acaso sus intereses son relevantes y consideremos nula su capacidad de sentir dolor. ¿Ok? Ahora observa la cantidad de terreno que se necesita para obtener la misma cantidad de energía mediante distintas fuentes alimenticias:


Figura 1. M2 necesarios para producir un megajoule al año. Fuente: Alexander et al.

Algo similar ocurre con la emisión de gases de efecto invernadero.


Figura 2. Emisión de kilogramos de carbono equivalente por kilogramo de comida. Fuente: Environmental Working Group.

De hecho, la industria de la carne de vacuno contamina más que el transporte. Y podríamos construir gráficos similares con uso de agua, fertilizantes, y varios otros, pero ya se captó la idea. 

Muchos se sorprenden de que el vacuno requiera de cien veces más tierra que la soya para producir una caloría. Si lo reflexionas por un momento, es de sentido común. Piensa lo increíblemente distinto que es alimentarse de vegetales frente a hacerlo de animales que a su vez hay que alimentar con vegetales. Todas y cada una de las calorías que ese animal no transformó en tejido biológico a lo largo de su vida –cada exhalación de CO2, cada ineficiencia en las excretas– se ha perdido.

Para que compares con números que te son familiares, imagina el siguiente ejemplo macabro: una fábrica de carne humana.

Todos serían inútiles hombres, fácilmente sustituibles por un puñado de sementales seleccionados, pues las mujeres son la mitad útil de la humanidad que permite la reproducción. Así las cosas, supongamos que carneamos tan pronto el producto alcanza los 66 kilogramos. Esto ocurre en torno a los 16 años de edad. Un cuerpo humano de esas características contiene unas 144 mil kilocalorías, y vamos a suponer generosamente que la industria alimenticia aprovecha el 100%. Veamos ahora, ¿cuánto comió esa persona para acumular 66 kilogramos?

Para un hombre de estilo de vida sedentario (el caso de quien legará su cuerpo la industria ganadera), el Centro para las Políticas y Promoción de la Nutrición del gobierno de Estados Unidos recomienda una ingesta que va desde las 1.000 kilocalorías diarias a los 2 años de edad hasta las 2.400 a los 16. Para edades menores a dos años, hay que usar tablas mes a mes. Resultado: 9,4 millones de kilocalorías a lo largo de la vida, ¡66 veces más que lo que su cuerpo ahora contiene!

Por supuesto, los humanos exhibimos una de las peores tasas de conversión del reino animal, pero el ejemplo ilustra el principio básico: en el traspaso de vegetal a animal habrá siempre una pérdida gigantesca.

¿Dubitativo de la veracidad de las cifras? Piénsalo de esta manera: si ascender un peldaño en la cadena trófica es tan ineficiente, esto debiera reflejarse en los precios ¿cierto? Mira el gráfico siguiente:


Figura 3. $CLP por kilocaloría. Fuente: supermercado Líder el 1 de marzo de 2018 (gama baja de precios) e informes nutricionales respectivos.

Quizás estés pensando, “Ah, pero eso porque no es lo mismo un simple paquete de tallarines, pura harina, que un buen pedazote de carne rico en proteínas”. Pues bien, piensa de nuevo. La figura siguiente muestra el costo de un gramo de proteína:


Figura 4. $CLP por gramo de proteína. Fuente: supermercado Líder el 1 de marzo de 2018 (gama baja de precios) e informes nutricionales respectivos.

Es más barato adquirir una proteína comprando tallarines que incluso el corte más barato de carne de vacuno. Por supuesto, para alcanzar el cerca de 20% de proteínas que requiere la dieta habrá que ingerir también alimentos con porcentajes mayores. Ningún alimento basta por sí solo y los tallarines no son la excepción. Pero no pierdas de vista que los carbohidratos en los tallarines no son inútiles polizontes que por desgracia vienen adosados a las útiles proteínas. Son necesarios: en torno al 55% de la dieta deben ser carbohidratos.

¿Sorprendido? Ocurre que la carne, si bien está compuesta en un muy alto porcentaje por proteínas, contiene una elevadísima proporción de agua. Pongamos como ejemplo el oneroso filete, por el cual Líder cobraba $9.990 el kilo al momento de mi visita. Cada kilo contiene solo 280 gramos de macronutrientes (proteínas + grasa + carbohidratos) y 720 gramos de, bueno, casi pura agua. Los asados son mucho más caros que las tallarinatas, pero lo serían aún más si no fuera porque buena parte de las calorías que nos sacian durante esos almuerzos provienen del pan, papas y otros vegetales con que suplementamos la más bien modesta densidad energética de la carne.

Ahora bien, hay que considerar ahora el concepto de “calidad de las proteínas”. Sin entrar a la compleja explicación nutricional, el cuerpo humano no puede digerir todas con la misma facilidad, y no todas contienen los mismos aminoácidos. La tabla siguiente las muestra corregida por el llamado Protein digestibility-corrected amino acid score (PDCAAS).


Figura 5. $CLP por gramo de proteína corregida por PDCAAS. Fuente: FAO

La proteína de tallarines ya no es más barata que cualquier corte, aunque sigue siendo más económica que la mayoría, incluyendo la palanca, ¡aun cuando los tallarines son 82% carbohidratos y su PDCASS es menos de la mitad que el del vacuno! La carne de soya sigue ganando por paliza, 4,7 veces más barata que la palanca y 6,5 veces más barata que el filete. ¡Mira el alto precio metabólico que se paga por subir un peldaño en la cadena trófica!

Todas estas cifras, podrás imaginar, no son precisas al quinto decimal. Otros estudios y otros supermercados darán números diferentes. Además, hay zonas que soportan ganadería residual pero no agricultura. Pero, por favor, no le hagas el quite a esta verdad incómoda escudándote en casos límite o ajustes metodológicos menores. Calorías más o calorías menos, es un dato irrefutable que subir un peldaño en la cadena trófica genera un impacto inmensamente mayor, y que dentro del espectro animal hay algunos mucho más nocivos que otros. Momento para repetir el mantra: cada uno puede tener su propia opinión, pero no sus propios datos.

El pasado 20 de febrero, Rodrigo Allende y José Francisco Cox, de la Universidad de Concepción, exhibieron un ejemplo típico de negación en su carta a El Mercurio. Critican el “Lunes sin carne” argumentando “la exageración de las cifras que sustentaron la publicación”. Lo cierto es que, aún corrigiendo por exageraciones, los números siguen ahí avalando la medida. Hay holgura de sobra. Añaden que “la fuente de emisión que más ha crecido ha sido precisamente la derivada del uso de fertilizantes sintéticos, el mismo que soporta la alimentación del grupo de vegetarianos”. Por supuesto, la comida vegetariana requiere de fertilizantes, pero para producir la misma cantidad de energía un peldaño más arriba en la cadena trófica se requiere como eslabón intermedio muchísima más comida vegetariana que usa los mismos fertilizantes. Es asombroso que académicos cometan un error conceptual tan grueso.

¿Qué hacer al respecto?

Es aquí donde me desmarco de la mayoría de quienes suelen mostrar esos gráficos. Aunque el ideal para la biósfera sería que todos nos convirtiéramos al veganismo, abogar por posturas de ese tipo es no solo inviable, sino peor: es paralizante. Un cambio así es tan radical, y conlleva para la mayoría un sacrificio tan gigantesco, que ni siquiera lo contemplamos, y continuamos parrillando con la tranquilidad de conciencia que nos otorga la pertenencia a la mayoría.

La médula de esta columna es la siguiente: como con el monto que se dona a la Teletón, los minutos mensuales de gimnasio o la frecuencia de uso del hilo dental, la consigna es que todo aporta, por pequeño que sea. Más es mejor, pero no es un juego de “todo o nada”, porque siendo humanos eso terminaría en nada.

Ir al próximo asado de amigos con un pote personal de hamburguesas de garbanzos es de un heroísmo supremo, pero no así reemplazar el bistec semanal por pollo. Ordenar platos vegetarianos cuando te invitan a cenar requiere de un compromiso que es para pocos, pero relegar la carne a ocasiones sociales es algo que casi todos podemos evaluar. Cocinar carne de soya cuando invitas a comer puede ser mucho pedir, pero reemplazar el lomo vetado por un trozo de salmón es algo que a nadie habría de choquear. De paso, ahorrarás no poca plata.

Hay una charla en TED llamada “vegetariano de día de semana” que plantea algo parecido. El punto es que si reemplazas la carne en cinco de cada siete días el cambio es muy significativo para efectos ambientales, pero no vivirás el tormento de cargar con una cajita de tofu mientras tus amigos hacen circular la bandeja chorreante de costillar.

Lo que es más, este sacrificio hay que entenderlo como un periodo de transición. Le guste o no, en el mediano plazo la carne cultivada se va a terminar por imponer, porque será mucho más barata y de mucho menor impacto ambiental. El rechazo visceral que suscita de buenas a primeras durará solo un par de años, y de ahí en más, como casi siempre ocurre, mandará la billetera.

No digo que la carne tradicional desaparecerá, pero terminará siendo un lujo algo excéntrico, de la misma manera que los autos no hicieron desaparecer a los caballos pero sí los redujeron a unos pocos que practican equitación o que poseen un campo en las afueras.

Cada uno sabe hasta dónde puede llegar, pero no hay argumentos ambientales para rehusarse incluso al cambio más milimétrico. Si ese es su caso, tenga al menos la hidalguía de reconocerlo y no escudarse en argumentos espurios, como “no estamos seguros de las cifras” o “total, la vaca ya está muerta”. Otros dicen “¿qué tiene que ver un bovino criado en el sur de Chile con las selvas de Gabón?”, pese a la obvia circunstancia de que se trata de un fenómeno global con sustitutos perfectos.

Cuando advierta la tala del Amazonas o la devastación de las selvas de Indonesia, mírese al espejo y reconozca su rol: “mientras no esté dispuesto siquiera a reemplazar el bistec por pollo los días de semana solo porque no excita con la misma intensidad mis papilas gustativas, no me puedo quejar”.

Por algo se parte.

¿Estarías dispuesto a limitar tu consumo de carne?