A la hora de hablar de cambio climático, hay cinco tipos de posturas. Estas son, de menor a mayor nivel de compromiso:
También conocido como: “si bien se han detectado singularidades locales, no hay claridad respecto del patrón global”.
Entre gente que de verdad entiende del tema, esta posición se extinguió en los noventa. El hecho de que aún sea defendida por un puñado de pseudocientíficos de reacción lenta, no justifica prestarle demasiada atención.
También conocido como: “el cambio climático existe, pero no es claro que sea de origen antropogénico”.
Es una posición que gozó de bastante salud durante décadas pasadas, pero en épocas recientes, y en especial tras el cuarto informe del IPCC de 2007, ha sido dejada definitivamente atrás por la comunidad científica. Sí, aún puedes leer columnas que defienden esta posición en diarios prestigiosos, pero de la misma manera que puedes leer columnas de individuos respetables que argumentan que el ser humano fue creado de la nada y que el mundo tiene diez mil años. Ojo: consenso no es lo mismo que unanimidad; si se tratara de alcanzar esta última, aún estaríamos discutiendo sobre si los moai fueron o no transportados con ayuda extraterrestre.
También conocido como: “el cambio climático existe y es de origen antropogénico, pero los costos de abatirlo son mayores que los beneficios. Hay otras necesidades más urgentes. Esperemos a que la tecnología madure lo suficiente para que nos ofrezca soluciones indoloras (es decir, costo-efectivas)”.
Si estás en este caso, sigue leyendo.
También conocido como: “el cambio climático existe, es de origen antropogénico y vale la pena invertir hoy, pero Chile emite sólo el 0,2% mundial de los gases de efecto invernadero. La responsabilidad la tienen los países desarrollados y los grandes emisores (China, India)”.
Si estás en este caso, sigue leyendo.
También conocido como: “el cambio climático existe, es de origen antropogénico, y hay que trabajar hoy por mitigarlo, aquí y en la quebrada del ají”.
Es, a mi juicio, la postura correcta, aunque en el cuánto y cómo hay un mundo para discutir. Lo que sigue está inspirado por este enfoque, aunque también responde a 3 y 4.
Si estás en las posiciones 1 o 2, infórmate con fuentes serias. No cites una investigación de los ochenta o un columnista del Daily Mirror. El IPCC es un panel intergubernamental y el mayor esfuerzo de ciencia colectiva de la historia humana, premio Nobel inclusive. Si no le crees a ellos no sé a quién demonios le puede creer en materias cuyo veracidad depende de evidencia científica.
Si estás en la posición 3 a 5, lo que viene te podría interesar.
Cuando se habla de impuesto al carbono, el argumento clásico, ya trillado a estas alturas, reza así: aquellas actividades económicas que generan externalidades negativas (tales como la contaminación) son consumidas en una magnitud que supera el óptimo social. Es decir, se consumen más de lo que nos conviene a todos como sociedad. Más de lo que determinaría un planificador omnipotente-omnisciente. Para corregir este error del mercado, la respuesta estándar es un impuesto focalizado, llamado “impuesto pigouviano” en honor al británico Arthur Pigou, el economista que formalizó el concepto de “externalidad”.
El impuesto pigouviano cumple dos funciones. La primera, desincentivar directamente el consumo de ese bien o servicio al aumentar su precio. La segunda, recaudar dinero para las arcas públicas, uno de cuyos posibles destinos es mitigar la externalidad que se ha resuelto gravar. Por ejemplo, al gravar el tabaco uno podría canalizar parte o toda la plata a programas de prevención para disuadir a la población de no caer en la boludez de fumar.
Es una lógica pulcra para libro de texto. La aplicación en la vida real, sin embargo, es mucho más peliaguda. El monto exacto del impuesto desata tempestades argumentales, los límites precisos de su aplicación provocan la rasgadura de vestiduras y, lo más importante, los afectados directos del impuesto, aquellos que deben pagar precios más elevados por el bien o servicio, ponen el grito en el cielo, paros nacionales y barricadas incluidos. ¡Cómo olvidar las movilizaciones de Magallanes en 2011 cuando se intentó corregir la distorsión en el mercado de hidrocarburos! (y cómo olvidar al ministro que, con juiciosa tecnocracia pero nefasta sensibilidad política, proclamó, “A Magallanes se le acabó la fiesta”).
En Estados Unidos, economistas de la talla de Henry Paulson (tesorero de Estados Unidos durante la crisis financiera del 2008) y Gregory Mankiw (el del libro de los estudiantes de economía), cercanos al Partido Republicano, han propuesto un giro radical a la idea de Pigou: cada año, al momento de la declaración de impuestos, se calcula el total recaudado mediante este tributo específico, se divide en partes iguales entre todos los miembros del país, y se restituye íntegramente a los contribuyentes en sus cuentas bancarias. ¿Cómo? ¿Hay gato encerrado?
No. El Estado no retiene ni un solo peso de lo recaudado. Se sacrifica la segunda función del impuestos pigouviano –la recaudación de plata extra–pero a cambio se logra viabilidad política. En otras palabras, los afectados no se tomarán la Alameda ni veremos al guanaco en acción. Cada contribuyente podrá compensar el gasto extra provocado por el impuesto como más les convenga. El plan se explica con cierto detalle en esta magnífica charla TED.
Imagina un impuesto al carbono de incremento paulatino. El primer año, la bencina sube, digamos, $30 por litro. Si gastabas $40.000 en llenar el estanque, ahora deberás añadir unos $1.700. En paralelo, observarás durante la siguiente devolución de impuestos un pequeño regalito en tu cuenta corriente. No coincidirá exactamente, desde luego, puede ser o más o menos del incremento en tus gastos, dependiendo de tu patrón de consumo. Solo si eres transportista o si viajas todos los días desde los suburbios al centro de Santiago, esa diferencia te hará pensar en invertir en un vehículo más eficiente.
A medida que el impuesto aumenta, sin embargo, los montos inclinan la balanza para más automovilistas, más dueños de calderas ineficientes, más habitantes de casas mal aisladas, etcétera. Cuando la bencina cuesta $1.600 por litro y se recibe un monto significativo cada abril en la operación renta, la conveniencia de adquirir un auto híbrido o incluso uno eléctrico, comienza a hacerle sentido económico a más y más gente. En la zona norte de Chile, aprovechar la devolución en sistemas termosolares y fotovoltaicos sería una inversión aún más atractiva de lo que ya es. En la zona sur, invertir al menos parte del “bono abril” en aislación sería casi obvio. Para los clientes de mayor escala, sería clara la rentabilidad de adquirir calderas y motores más eficientes.
Quizás te parezca iluso suponer que un simple impuesto puede modificar de tal manera el comportamiento de las personas, pero ten en cuenta que no he definido el techo del impuesto. Hay un punto en el que la influencia está fuera de toda discusión ¿Qué pasaría si el litro de bencina cuesta $5.000 y en paralelo recibes una bonificación de un millón de pesos en la operación renta? ¿Alguien en su sano juicio no reemplazaría el auto por uno más eficiente? Es uno de esos tantos asuntos en la vida en los que la pregunta relevante es el “cuánto” y no el “si”.
Una medida de este tipo no solo mitigaría el cambio climático. Disminuiría también la contaminación local, tales como el material particulado, los óxidos de azufre y los óxidos de nitrógeno. Estas sustancias no aceleran el derretimiento de los casquetes polares ni intensifican la virulencia de las sequías en las latitudes intermedias, pero afectan nuestra salud hoy y son responsables de disminuciones directas en nuestra esperanza de vida. No te quepa duda de que en el futuro verán imágenes de los tubos de escape en plena vía pública con el mismo horror que hoy vemos los alcantarillados al aire libre de la aldea medieval.
¿Y cuál sería el resultado de todo esto? Una economía significativamente descarbonizada, ahorro permanente a través de bienes de menor costo de operación, y ciudades más limpias.