En la asignatura de Lengua Castellana y Comunicación es común el creer que la lectura y la escritura tienen un rol protagónico dentro de la enseñanza, e históricamente se han dejado de lado las competencias discursivas y orales en la enseñanza. No hace muchos años las clases que se daban eran meras exposiciones de materias, ante las cuales los alumnos debían aprender de memoria esos conocimientos, muchas veces sin una comprensión crítica de ellos y mucho menos manifestándose y teorizando a partir de estos saberes.
Sin embargo, a medida que los años han pasado cada vez más ha ganado prestigio la oralidad en clases. Hoy, los alumnos preparan exposiciones, disertaciones, foros y debates en todos los ramos, no solo en el de Lengua, lo cual representa un logro al respecto. Mas, aún así, se aprecia una falta de participación oral en clases, lo cual repercute en el mundo cotidiano de los alumnos, no sabiendo cómo adecuarse a los contextos, no ocupando un léxico amplio ni expresándose de forma clara y concisa. Esto es preocupante, debido a que el alumno de hoy será el ciudadano de mañana, y es en las diferentes instancias educativas que se forma el deber ser de cada persona, siendo la comunicación oral el principal y el más eficaz medio de expresión democrática dentro de la política y de la vida misma. Todas estas implicancias redundan en mi defensa de la libre expresión de los alumnos, y el ejercicio beneficioso que trae el permitir un espacio protegido y guiado dentro de las clases para que todos los estudiantes aprendan a expresarse con claridad y calidad, representado en el léxico, la adecuación según el contexto y en la articulación lógica de argumentos.
Es entonces que las prácticas y creencias de los docentes sobre la expresión oral entran en juego. Hay docentes que pareciera requirieran de un silencio completo para lograr pasar sus materias, dejando de ser un espacio en silencio para pasar a ser un espacio silenciado (Freire, 2013). Entonces, cabe preguntarse, ¿y el alumno cuándo piensa? ¿Cómo lo manifiesta abiertamente? Si bien es razonable creer que los alumnos no van a estar un ciento por ciento interesados en el tema que se trata en clases, sí van a tener una opinión al respecto, opinión que no se conocerá si no se dan las instancias para que ellos manifiesten su pensar. Es aquí que Freire (2013) señala que para enseñar exige al profesor el saber escuchar. Esta competencia de los profesores se tiene por sabida, pero esta misma obviedad genera que se olvide, relegándola y dando una imagen tiránica como docente dentro del aula. Esto se puede ver reflejado cuando los alumnos temen consultar a sus profesores, puesto que saben que no serán escuchados a cabalidad, o en ciertos casos, ni siquiera serán tomados en cuenta. Y esto no sería enseñar, ya que según Freire:
“(…) enseñar no es transferir el entendimiento del objeto al educando si no instigarlo para que, como sujeto cognoscente, sea capaz de entender y comunicar lo entendido. Es en este sentido como se me impone escuchar al educando en sus dudas, en sus temores, en su incompetencia provisional. Y al escucharlo, aprendo a hablar con él.” (2013, p. 112).
Es claro que el rol pedagógico requiere de escuchar íntegramente a los educandos, sin autoritarismos de por medio ni imposiciones, logrando con esto, aparte de un mejor proceso de aprendizaje, una preparación más íntegra y de mayor valía como persona, dejando de ser meros intermediarios del conocimiento y ser realmente pedagogos.
Cuando la oralidad se enseña metódicamente, cumpliendo así a primera vista el rol social y formador de los pedagogos, esta siempre tiene como base la escritura. Vilá i Santasusana (2005) apunta ciertas conclusiones en función de cómo se articula el componente oral en clases, y todas las maneras usadas manifiestan una invasión de las normas aplicadas en la escritura en el ámbito oral. Así, desde la enseñanza primaria inculcamos en nuestros estudiantes que hay personas que “hablan mal” y que también hay quienes “hablan bien”, en vez de reforzar que hay distintos contextos sociales que condicionan el habla y la hacen más o menos adecuada según el caso.
Si bien hay docentes que potencian y aún exigen durante toda la clase una norma culto-formal, práctica que considero tiene una buena intención y que, ante todo, deja fuera del aula las groserías, vocablo innecesario, irrespetuoso y muy descontextualizado dentro de clases, no podría obligar a mis educandos que usen un lenguaje muy rebuscado, con formaciones gramaticales de alta complejidad y con un uso de la retórica propia de un experto sin antes enseñarles críticamente estos conocimientos. Sí la puedo exigir en ocasiones de evaluación puntuales, como puede ser una disertación, pero en el día a día los alumnos se pueden manifestar naturalmente, especialmente si esto se da fuera del aula y siempre en un contexto adecuado. Esto último, siempre con el condicionante que deben aprender a usar a la perfección una norma culto-formal. ¿Cómo lograr esto? Indicar e invitar a los alumnos a analizar su discurso oral, distinguiendo fortalezas y debilidades, para poder trabajarlas, aumentando las unas y disminuyendo las otras, sin perjuicio de lo expresado por el alumno, siempre y cuando tenga una argumentación lógica. No porque un estudiante posea poco léxico, o incluso posea un acento marginal, conlleva una argumentación pobre o sustentada en base a falacias. Quizá sí le reste validez en un contexto formal, en un debate, en el trabajo, etc., pero para remediar eso, como profesor, debo dar el espacio para que mis estudiantes se expresen, identificando sus falencias para que logren finalmente, mediante un proceso articulado y participativo, adecuarse a los diversos contextos que se puedan ver enfrentados. Sólo conociendo muy bien a mis estudiantes es como se puede lograr este tipo de aprendizaje, con conciencia de su entorno y aplicable en su vida cotidiana, ayudándoles a entender sus realidades de una manera crítica en torno a algo que parece tan lejano de ella como lo son las normas y registros del habla, en este caso.
Es importante recalcar la labor del profesor como un garante de la democracia, de la apertura de los espacios necesarios para que el alumno se exprese sin temor de equivocarse en asuntos de gran importancia (como lo podría ser una entrevista de trabajo) y de ser un agente que impulse a los mismos alumnos una metacognición del uso que le dan a la oralidad dependiendo del contexto, si se adecúan a estos con facilidad y naturalidad o si acaso les es imposible o muy difícil el lograrlo. Debo recalcar la importancia de la labor pedagógica, la cual debe estar en función del alumno y su proceso de aprendizaje, y en el caso de la oralidad, el valor que tiene el escuchar a los alumnos, práctica que lleva a los alumnos a aprender de forma crítica y significativa. Por lo mismo, durante todo este escrito, una pregunta, quizá sin respuesta, ha germinado lentamente: ¿estamos haciendo bien nuestra labor, o el estado actual del país sí es en gran parte hija de una mala educación, dictatorial, sin considerar al alumno y sin trabajar la visión crítica con ellos? Si es causa del profesorado, de la educación en sí, a lo mejor no hay nada perdido, pero sí mucho en qué y en quienes trabajar, una labor inmensa que requerirá del máximo compromiso, pasión y responsabilidad de nuestra parte, de empoderarnos de nuestro rol y hacerlo valioso para nuestra sociedad.